23 febrero 2010

Sea varón


"No, no, nononono... tienes que aprender la forma de hablar de la gente.

Nadie va diciendo por ahí 'afirmativo' ni chorradas de esas. Se dice: 'No problemo'.

Y si alguien viene hacia ti desafiándote, le dices: 'cómemela'.

Y si quieres pasar de ellos, entonces les dices: 'Sayonara, baby' "

(John Connor en 'Terminator 2: El juicio final', 1991)



No sé qué tendrá esta orilla del mundo, que la sangre altera, especialmente si uno es de cromosoma XY. Resulta que, no satisfechos con que el año pasado el Rey pariera la famosa perla del por qué no te callas, el presidente venezolano, Hugo Chávez, volvió a protagonizar un nuevo choque de cornamentas en otra cumbre, en este caso, en la del Grupo de Río en México. Esta vez, eso sí, contra su archienemigo Alvarito Uribe, el felino de Nariño, que le esperaba al otro lado del ring. "Vete al carajo", le espetó Chávez al líder colombiano cuando, según parece, Uribe interrumpió la intervención de su homólogo y malavenido vecino de escalera. Según cuentan, un ofendido Chávez decidió abandonar la reunión, a lo que Uribe, especialista en el gancho de Derecha, le soltó: "Sea varón, quédese aquí, porque a veces usted insulta en la distancia, pero cuando estamos cara a cara no hablamos".


¡Ah! Curiosa táctica la del mandatario colombiano, esa habitual y efectiva granada de mano como último recurso. Un ataque a la hombría nunca falla, y más cuando se trata de los gallos de un corral revoltoso. Algunas fuentes aseguran que hasta tuvieron que separarlos y que se citaron en la calle, afirmaciones que han sido rápidamente desmentidas. Cierto o no, esto me recuerda a mis años escolares, cuando los más chulitos de la clase se retaban con aquella mítica frase de "eso no me lo dices fuera", mientras unían frente con frente en un extraño vals de virilidad tocada y hundida.


El paquete masculino como centro del orgullo del macho, sí. No puedo quitarme de la cabeza ese gesto del supuesto rapero John Cobra en Televisión Española que, tras recibir los abucheos del público, su primera reacción fue llevarse las manos a la noble zona y gritar a los asistentes un enrabietado "comedme la polla", ejercicio que repitió varias veces durante minuto y medio. No entraré en si el apelativo de Cobra puede deberse a algún desmedido mérito, pero lo cierto es que John, humillado por sus escasos dotes artísticos y con su masculinidad acorralada, reaccionó con el más instintivo de los movimientos, el de levantamiento de falo. El cómemela como símbolo del sometimiento al semental. Sea varón o cómamela. Así de simple. Así de maradoniano.


A todo esto, la joven diseñadora Isabel Mastache presentó esta semana en la pasarela Cibeles de Madrid unos pantalones que incorporaban un falso pene con sus respectivos testículos. Interesante metáfora la de esta prenda. Al igual que los protagonistas de este artículo, andan todo el día haciendo obscena gala de su erecta virilidad, pese a ser eyaculadores precoces de improperios e insultos. Mejor sería que se decidieran a guardar su fusil de gatillo fácil, cerraran la bragueta y optaran, de una vez por todas, por dejar de actuar como adolescentes rebosantes de testosterona y perennes complejos, emperrados en querer demostrar constantemente al resto de sus compañeros de vestuario que ellos son los que la tienen más grande. Aunque en realidad todo sea virilidad de pega, aquella lamentable hombría del que quiere llevar los pantalones en casa, pero no se da cuenta que le sientan demasiado grandes.



Y si no, siempre quedará el "cursillo para machos" de la película In&out (1997), con Kevin Kline. Aquí tienen esta gran escena. Que les aproveche.



22 febrero 2010

Ochenta y dos


"Ils sont fous ces romains"

("Están locos estos romanos". Obélix, en 'Astérix el Galo', 1961)


Saltas de una plataforma a cincuenta metros de altura deslizándote por una cuerda, como si te lanzaras desde un supuesto helicóptero militar. Sostienes ametralladoras y fusiles que parecen de juguete, pero pesan más que tú mismo. Disparas una pistola y te vanaglorias de haber acertado en una diana de papel con forma humana. Corres por la noche con tus gafas de visión nocturna, mientras sientes como el casco te aplasta el cráneo. Duermes en lo alto de una litera en el interior de un cuartel, y almuerzas y cenas rodeado de uniformados de tu misma edad, pero con una alma mucho más desgastada. Aprendes a hacer fuego con un alambre y la pólvora de una bala. No te quedas en eso, y manejas un explosivo con tus propios dedos, edificas refugios a base de troncos y hojas de palmera, cortadas a base de los golpes de un enorme machete, y acabas tu día engullendo comida envasada para largas travesías en mitad de la selva.

Y te diviertes, caray si lo haces. Porque por un fin de semana, juegas a ser de nuevo aquel niño que correteaba por el bosque con sus amigos, haciendo ¡pum-pum! con una rama de árbol de balas imaginarias. O aquel adolescente que, con sus amigos, se convertía por una tarde en terrorista o policía, en un videojuego en el que morir significaba solo unos pocos minutos de espera hasta la siguiente partida. Pero de repente, te das cuenta que esas armas que ahora sostienes han disparado a muchas dianas, pocas veces de papel, siempre con forma humana. Y que tu instructor, pese a su juventud, arrastra ochenta y dos muertes sobre su espalda. Y que esto no es un juego, sino un país en plena guerra. Es entonces cuando ya no te parece tan divertido.


Pero llegas a la redacción un día como hoy y lees que las FARC invirtieron 14.000 dólares para la grabación de un disco de merengue, videoclip incluido, para mejorar su imagen. Y entonces te preguntas si todo esto no es en el fondo un chiste malo, de aquellos en los que no sabes si reír a carcajadas o, simplemente, echarte a llorar. O ambas cosas al mismo tiempo, como un cuerdo loco de remate.


[¡Bueno, bueno, bueno,

todo el mundo a bailar,

a mover la cintura con fusil y partitura,

porque llegan las FARC!;

(...) Un, dos, tres, cuá,

traca-traca-traca-trá, el gobierno caerá]



16 febrero 2010

Payaso



Está demasiado acostumbrado a que ni siquiera le miren, por lo que apenas levanta la vista de su carro de vicios a bajo precio cuando cobra el importe de una cajetilla de cigarros a ese grupo de amistad exagerada por tragos de limón y sal.


En el Edén de los sentidos, en el que las más bellas musas de la noche se contornean al son de ritmos tropicales, él es un molesto grano matutino en un rostro demasiado perfecto. No es su sitio, pero a nadie parece interesarle lo más mínimo. Menos aún a ese guapo de sonrisa perfecta, que podría congelar el tiempo si se lo propusiera, pero que no se molesta en perder unos míseros segundos para darle las gracias por los chicles que acaba de comprarle. Sin embargo, él no parece ofenderse. Encorva la mirada tanto como lo está su espalda, y se pierde en la oscuridad de una esquina anónima, como queriendo evitar estropear ese magnífico cuadro de los más lindos trazos jamás pintados, en el que nunca debió estar invitado.


Resulta casi insultante verle vestido con ese disfraz de preso de western a rayas negras y blancas, con la cara pintada como un payaso desfigurado y arrastrando los pies como si la vida fuera ya en sí misma una condena perpetua. Forma parte del divertimento de un circo cruel de sábado noche, que se mofa de su joroba amaneciente, sus orejas desplegadas al viento y su mueca de insatisfacción permanente, teñida de forma desmañada en rojo y blanco. Pero él no se inmuta. Agarra su carrito y lo empuja torpemente hasta el único lugar en el que se siente tranquilo entre el barullo discotequero. Junto a la única persona que no aparta la mirada cuando se cruza en su camino. Junto a la mujer que, siendo la más bella de todas, no parece juzgarle nunca. Aunque en realidad sepa que no es más que una imagen publicitaria en papel, cuya luz le eclipsa del resto del mundo. Pero esa es precisamente la única sensación que consigue no incomodarle en toda la noche.



08 febrero 2010

Cuento sin principio ni final


Dicen que permaneció un rato sentado en el frío suelo de madera, como ausente.


Las risas se habían agotado con la caída del telón, cuando los aplausos se extinguieron y el público desapareció tras las robustas puertas, ahora selladas. Pero Él no. Siguió ahí, agazapado entre las sombras en mitad del escenario, mientras los focos apagados le observaban en silencio y se compadecían de ese pobre chico.

Ni siquiera supo cuánto tiempo pasó inerte en aquel teatro vacío, puede que minutos, quizás horas, quién sabe si días. Su mirada restaba inexpresiva, perdida en otro tiempo y en otro lugar. Pero no así sus labios.

Si una volátil mota de polvo hubiera osado acercarse, podría haber intuido un susurro, apenas perceptible, que casi se confundía con su mismo respirar, aunque puede que sencillamente ambos se fundieran en uno mismo, siendo vida y Fin al mismo tiempo. Incluso si esa joven mota se hubiera posado en su piel, habría podido escuchar cómo unas inconexas frases se deslizaban por su boca y se mezclaban con el aire. No es que Él hubiera perdido el juicio. Simplemente, repetía una y otra vez el guión, para no olvidar el que era el papel de su vida. La mota de polvo lo hubiera entendido al momento. El chico solo deseaba que la obra no terminara nunca. Aunque tuviera que seguir así días y días, años si era necesario, escenificándose para sí mismo. Al menos hasta la siguiente función, cuando el telón se abriera nuevamente, y el público estuviera ahí, recibiéndole con un cálido abrazo.


Y siguió esperando sobre aquel desangelado escenario, hasta que la mota fue demasiado vieja como para recordarlo y Él mismo fue polvo sobre la madera, danzando con la oscuridad, aguardando a su ansiada función. O al menos eso dicen.

06 febrero 2010

A veces, cierro los ojos y...




...el frío de aquella basílica

me envuelve cálido y eterno,

mis manos y mis dedos

esbozan bailes imposibles,

y el Mediterráneo

me susurra entre suspiros

03 febrero 2010

"Diosito"


Decir su nombre no tendría ningún sentido,

pues casos como el suyo existen en todos los idiomas posibles.



Habla del mismo modo que conduce ese minúsculo taxi, con tranquilidad y paciencia, algo inaudito en esta ciudad-caos. De repente, otro vehículo amarillo surge inesperadamente de un callejón nocturno y cruza a toda velocidad, lo que le obliga a frenar en seco. Maldice con educación, aunque le resta importancia. "Estoy tranquila. Mi Diosito va siempre conmigo".



Explicar su historia no tendría demasiado sentido,

ya que es un guión que se repite en todos los rincones del planeta.



Hombre abandona a mujer / Mujer debe criar sola a dos niños pequeños, contra viento y marea, en un país donde falta trabajo y sobra machismo. La misma trama de siempre con actores distintos. Ella se queja de aquel hombre que la abandonó por otra, desapareció para siempre y se olvidó de sus hijos. Pero lo hace con la boca pequeña, como queriendo no revolver un pasado que en realidad nunca olvidará. "No pasa nada, mi Diosito siempre me ha ayudado a salir adelante".



Explicar el final de esta película, sin embargo,

tiene todo el sentido del mundo.


Nos confiesa que ahora es, simplemente, feliz. Y desprende un orgullo inmenso cuando nos resalta que sus dos hijos, ahora veinteañeros, han casi acabado sus carreras universitarias y que son "buenas personas", que no la tratan solo "como una madre, sino como a su amiga". Dice que por fin consiguió comprar "una casita de esas pequeñitas" y que ahora sueña con tener un taxi en propiedad, para poder seguir trabajando muchos años más, porque sino, "en casa me muero sin hacer nada". Pero sonríe, porque puede trabajar en una época sin oportunidades, y menos para una mujer de cincuenta años, desgastada por el tiempo y las lágrimas. "Puedo hacerlo gracias a que mi Diosito no me abandona".


Cuando pagamos y bajamos del taxi, ella da repetidas gracias y se marcha serena, tranquila, calle abajo. Su minúsculo vehículo amarillo se pierde en la oscuridad, como si cayera el telón de la misma obra de siempre, pero esta vez con final feliz. El suyo. Con nombre y apellidos. Y con su Diosito en el asiento del copiloto.




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