29 marzo 2010

Fue su mirada



No fue ese cartel enorme con la fotografía de su hijo secuestrado durante casi un año. Tampoco su aspecto humilde, ni su caminar desapercibido, tan silencioso que ninguna de las cámaras y micrófonos escrutadores se dio cuenta de su llegada a la rueda de prensa. Ni siquiera fue su sonrisa tímida y asustada, sintiéndose fuera de lugar en todo este circo mediático. No fue nada de eso lo que me llamó la atención.


[Fue su mirada]



Todos los que le rodeaban decían estar cargados de intenciones nobles, y posiblemente tengan razones para demostrarlo. Pero el peso de la política desgasta las miradas y resta profundidad a las palabras, que se secan hasta perder frescura y agrietarse. Las de esa senadora, las de aquella congresista, las del padre de otro soldado rehén desde hace ya más de una década. Pero no esa mirada, tan distinta, tan llana, tan vacía de intereses. Sin lágrimas de prime time, sin nada que ocultar. Solo repletas del deseo de abrazar a su hijo nuevamente. Un deseo incompleto en esta partida de ajedrez con jaques permanentes, pero sin un final claro más allá de las sangrientas tablas. Un deseo imposible, hasta ayer, cuando volví a acordarme de él, y de su mirada.


(EFE/Leonardo Muñoz)

22 marzo 2010

La llarga espera


Em difumino en la llarga espera, en la distància infranquejable de les hores i els oceans. Recordo els versos escrits en els límits de la teva pell blanca, pero he oblidat la prosa del seu olor de matí infinit. Podria descriure cada onada d'aquells ulls mediterranis, però sóc incapaç de reviure el sabor de la sal dels teus llavis amargs. Estàs en mi, però no amb mi. Voldria marxar, deixar de tocar-te i sentir-te en el refugi dels meus pensaments. De dibuixar-te en somnis que són mals d'uns malsons que es repeteixen massa sovint. Et miro, però ja no hi ets, o potser sóc jo qui m'esborro lentament i em difumino, en aquesta llarga espera.



"The model and the Artist dressed as a ghost", David Lara (2005)

18 marzo 2010

Cielos nuestros

"Pues propongo una idea. El sábado miramos hacia arriba, sacamos una foto al cielo

y la colgamos en el blog. Esté como esté, de día pero a la hora que queráis

-no seáis repollos, no saquéis sólo románticas puestas de sol que a mí

ya me tenéis enamorá- como si nos asomáramos todos por una

ventana de D.F, Rabat, Bogotá…para decidir si te pones rebequita

o no antes de salir.¿Os hace, hermosos? "



Así lo imaginó María, para que Carmen lo cocinara después. Y entre todos lo sacamos del horno. Fue una idea espontánea, surgida del intercambio de comentarios en uno de nuestros blogs. Esos blogs que cada uno moldea a su forma, según sus necesidades. Son historias distintas, imágenes totalmente diferentes, colores y miradas que no se parecen en nada. Pero en el fondo, no dejan de ser lo mismo: las palabras y las fotografías de unos iguales que se perdieron en sitios distintos. De aquellas chinchetas que se esparcieron en un tablero mapamundi.


Volvamos al inicio. Echar una mirada al cielo, así de simple fue la propuesta que surgió inesperadamente. El mismo día, un sábado, debíamos agarrar nuestras cámaras y, con más o menos destreza, hacer un click a ese cielo que nos cubre habitualmente. Un juego de niños, que es en el fondo lo que somos y lo que no debemos dejar de ser nunca. Al menos, como dice Nina, para que las cosas no dejen de sorprendernos cada día, sobre todo las peores.


Precisamente Nina, con esa mirada siempre tan fresca para las cosas. Sin tapujos, tal como son. No buscó nada artificial, no recreó el cielo más perfecto que uno podía imaginar en aquel rincón del mundo lleno de misticismo. Simplemente, captó el adiós de la claridad desde su balcón en Nueva Delhi. El Sol sacando la cabeza entre las azoteas. Ella amagada tras sus trapitos colgados en el tendedero. Ambos jugando al escondite, sin más. Solo eso, que ya es todo.



También desde su ventana en Bruselas sacó la cabeza María. Quería ella pintarnos ese gris cielo belga que acostumbra a acompañarla cada día, pero por sorpresa se encontró con la llegada de la primavera invernal, esa dualidad que tanto caracteriza a la autora en cuestión. Mirando esta foto, uno puede incluso escuchar las campanadas retumbando entre la fría piedra de los edificios, surfeando sobre esos desgastados tejados que tanto añora uno en esta orilla del mundo, demasiado nueva, demasiado ausente del peso de la historia. Esa carga tan buena para muchas cosas, tan devastadora para tantas otras. Echo de menos la Vieja Europa, sí, pero es que yo soy un romántico empedernido y, en el fondo, siempre me gustaron las maduritas interesantes.



Pero los cielos, envidiosos de nuestros jugueteos internacionales, acordaron gastarnos una broma e intercambiar sus cromos, y decidieron entre carcajadas que los claros ojos de Laura solo podían combinar con una tormentosa capota sobre las murallas de Rabat. Y ahí estaba ella con su as-smá dieli, sus banderas rojas y verdes, sus palmeras y su arcillosa muralla. Y sus primeras gotas brincándole sobre la cabeza. Y su negro cielo. Y su mirada limpia, que siempre parece escoger la palabra precisa, el adjetivo apropiado, el momento justo. Como éste.



¡Ah! y es que nuestros cielos no contaban con la habitual viveza de Manuela, que no se limitó a esperar en su sofá a que su bóveda maquinara un chiste pesado a su costa. Le gusta a Manuela mirar las cosas desde su propio ángulo, por singular que resulte, así que agarró su cámara y salió a cazar su cielo de México D.F. Y buscando y rebuscando, al final lo encontró agazapado entre el metal y los cristales, rojo y avergonzado de la guasa a la que había intentado someterla. Y Manuela se regodeó retratándolo junto a la Victoria Alada, porque al final, la genialidad siempre recibe su recompensa.



Tocados y hundidos. Sin tiempo a reaccionar, nuestros cielos quedaron a merced de nuestras chiquilladas postadolescentes. Y Belén, que descansaba en esos momentos en una reserva natural al sur de su Lima, agarró su paleta y plasmó el celeste que siempre había deseado que la despidiera antes de dormir. Un brochazo de azul en el centro. Una acuarela de rojo sobre su cabeza. Carboncillo para dos toques de negro difuminados. Y una larga pincelada de naranja sobre el horizonte. Miró su cuadro aún fresco, y solo tuvo tiempo de dibujarse a así misma esa sonrisa que siempre la acompaña, boceto del corazón que nunca abandona.



Y Carmen, siempre Carmen. Una persona tal que así, de aquellas que hacen grandes los pequeños detalles cotidianos, y no porque sean diminutos, sino porque los demás quizá no sabemos verlo. En una ciudad como Londres, en que los grises son la tónica dominante del día a día, Carmen se emperra a menudo en buscar sus azules en las pequeñas cosas que pasan desapercibidas, en esas historias que a todos nos ocurren y nos gustaría contar a los demás. Y ella demostró que el cielo le puede dar la bienvenida cada día con los brazos abiertos en cualquier lugar, simplemente mirando a su alrededor y sin necesidad de alzar la vista.



Tampoco podía faltar Víctor desde el París que le enamora, una ciudad que sin embargo ese día parecía estar enfurruñada con el mundo, tanto, que el cielo se cargó de malas pulgas y los edificios se apretaron para casi tapar esa Torre Eiffel que tanto protagonismo les roba. Pero Víctor es en el fondo un galán, y con dos palabras bonitas, consiguió que la ciudad le sonriera y dejara escapar algunos coquetos claros. Porque París, hasta en los días más nublados, no deja de ser la infinita Ciudad de las Luces.



Luces distintas las que busca Raquel al otro lado del charco, en la inconexa Bogotá. Luces barrocas, luces caóticas, luces a veces oscuras, pero luces al fin y al cabo. Y por eso no le asusta dirigirse hacia ese horizonte desconocido lleno de respuestas, como ese pájaro que vuela sin miedo hasta ese lugar donde se acumulan los miedos, pero también los futuros que nos esperan, y que por nublados que ahora parezcan, entre ellos anidan más claros despejados de los que nos pensamos. No se trata de Raquel. Se trata de todos y cada uno de nosotros.


Y allí los encontró, supuestamente, Eva. Es Beijing la capital de un país cuya gente parece siempre pausada en el tiempo, demasiado recatada y respetuosa, excesivamente silenciosa, como para no molestar. Como su cielo, en el que hasta las nubes aparecen a tientas, difuminadas, como intentando no romper esa quietud impuesta, solo rota por las ganas de volar de una cometa impertinente. Símbolo de esa China que lucha por desprenderse de unas manos que le tapan la boca desde su propio país.



Todo esto es lo que pienso al mirar vuestros cielos, incluso los de que aquellos que no aparecen aquí. Pero no me hagáis demasiado caso, porque en el fondo, no es más que otro de mis juegos sin importancia, y éstas puede que sean simples fotografías de cielos sin más. Seguramente no, pero eso ya es cosa de cada uno. De momento, yo me despido de vosotros, chinchetas, con aquel cielo mío, que sin haberme dado cuenta, ya es totalmente vuestro. O nuestro, esa palabra que tanto significa en tan poco espacio.


Cielos nuestros. Y vaya si suena bien.


15 marzo 2010

Dominó


Hacía mucho tiempo que no escuchaba ese sonido.


Ni siquiera ha sido real. Puede que haya sido un instante casi imperceptible. Una imagen fugaz, que en cualquier otro momento no hubiera llegado ni tan solo a intuir. Cualquier otro día, menos hoy.


No hace falta ni que cierre los ojos para verlo. Tus manos desgastadas moviéndose en círculos perfectos sobre el tablero azul, sobre aquella mesa de fría piedra en el jardín, bajo la sombra del limonero que coronaba tu particular oasis urbano. Y ese sonido otra vez, el del repicar de las fichas de dominó que crecieron conmigo, siempre las mismas. Creo que incluso todas las fichas que he conocido en mi vida las comparo con aquellas, que tú dominabas con una facilidad pasmosa, haciéndolas girar como si fuera un vals interminable. Las guardabas ordenadamente en una caja de madera de finas paredes que nunca parecía envejecer contigo. Siempre envuelto en la espesura del humo de aquellos infinitos puros, dominando todas las jugadas posibles con tus pequeños ojos, que no eran ojos, sino puñaladas en el rostro. Ganarte era una quimera, aunque me dejara mi corta vida en ello. Recuerdo esa sensación de admiración cuando tú te anticipabas a todos mis futuros movimientos, como si tuvieras el corazón agujereado con los mismos puntos negros que aquellas viejas fichas. Abre... Pitu… Doble… Cierro… Chatu…


Chatu. Hacía realmente mucho tiempo que no escuchaba tu voz.



11 marzo 2010

Poema trágico en tres actos y siete cuadros


Criada: Niña, hija, ¿qué te pasa? ¿Sientes dejar tu vida de reina?

No pienses en cosas agrias. ¿Tienes motivo? Ninguno. Vamos a ver los regalos.


Ese hombre nos mira, pero nos da igual. Me da igual. Contigo siempre me pasa lo mismo. Cualquier extravagancia se convierte en lo más normal de la vida. Lo hacemos y punto. Seguido a veces, aparte otras. No hay reglas. Solo puntuaciones que no sirve de nada intentar prever.


El metro está más lleno de lo habitual un sábado por la mañana, pero puedo sentir como se desliza sereno por los raíles, tan ligero como si fuéramos los únicos viajeros de ese tren. No puedo evitar sonreír mientras te escucho. No sé ni tan solo qué hora es, solo que me he embarcado en otra de tus habituales locuras inesperadas. El trayecto me parece eternamente corto mientras restamos estaciones hasta nuestro destino.


Novia: Calla he dicho. Hablemos de otro asunto.

(La luz va desapareciendo de la escena. Pausa larga)


En una breve pausa interminable te miro los labios, hoy del mismo color de la línea de metro que cruzamos de un extremo a otro, del mismo que la chaqueta de repartidor de diarios que me abrigaba cuando te conocí. Rojos. Intensos. Contrastan con esos rizos dorados que se descuelgan sobre tus mejillas. -¿Crees que me queda mejor recogido? -Suéltatelo, hazme caso. Me sonríes con la mirada. Esa mirada en la que alguien se divirtió mezclando colores. Azul aquí, gris allá, un toque de verde y dos de adolescencia permanente. Esa mirada siempre curiosa, como si descubrieras el mundo en cada nuevo parpadeo. Corre, nos bajamos aquí.

Criada: ¿Sentiste anoche un caballo?

Novia: ¿A qué hora?

Criada: A las tres.

Novia: Sería un caballo suelto de la manada.


Te observo en silencio desde la penumbra. Es la primera vez que te veo actuar y puedo percibir el olor a libertad que desprendes. Lates de un lado al otro del escenario como un corazón desbocado, pero soy yo el que noto un respingo cuando por un momento pienso que has olvidado una de las frases que hemos estado repitiendo una y otra vez durante el trayecto. Nada de eso. Eres diminuta, pero llenas todo ese espacio vacío. El que me rodea y el que me compone. Al acabar, me miras y te sonrío. Como aquella primera vez. Como siempre. Como en cada párrafo de nuestros momentos compartidos. Como en este poema trágico en tres actos y siete cuadros. Como en nuestros inacabables puntos suspensivos.



Criada: No. Llevaba jinete.

Novia: ¿Por qué lo sabes?

Criada: Porque lo vi. Estuvo parado en tu ventana. Me chocó mucho.

Novia: ¿No sería mi novio? Algunas veces ha pasado a esas horas.

Criada: No.

Novia: ¿Tú le viste?

Criada: Sí.

Novia: ¿Quién era?

Criada: Era Leonardo.

Novia: (Fuerte) ¡Mentira! ¡Mentira! ¿A qué viene aquí?

Criada: Vino.

Novia: ¡Cállate! ¡Maldita sea tu lengua! (Se siente el ruido de un caballo.)

Criada: (En la ventana) Mira, asómate. ¿Era?

Novia: ¡Era!




["Bodas de Sangre", (1933), de Federico García Lorca]

08 marzo 2010

O sea, resumiendo



Tengo miedo de verte,

necesidad de verte,

esperanza de verte,

desazones de verte.


Tengo ganas de hallarte,

preocupación de hallarte,

certidumbre de hallarte,

pobres dudas de hallarte.


Tengo urgencia de oírte,

alegría de oírte,

buena suerte de oírte,

y temores de oírte.


O sea,

resumiendo,

estoy jodido

y radiante,


quizá más lo primero

que lo segundo

y también

viceversa.



(Viceversa, de Mario Benedetti)

06 marzo 2010

Cielo mío



"El hombre nunca mira al cielo, porque siempre lo tiene a la vista"

(Jean De Monet, biólogo francés)




La Bogotá crepuscular, desde la azotea de mi edificio.


Nunca vi un cielo tan abarrotado y denso como el de esta ciudad, pero siempre con tantas ganas de despejarse en el momento menos esperado.


Capaz de desahogar sus penas con la lluvia más torrencial y, en cuestión de minutos, lucir un azul limpio y cálido.


Ese es el techo que me despide cada día. Caótico. Ambivalente. Esquizofrénico.


Negro, gris, naranja, azul y amarillo mezclados en el tintero. Un toque de oscuro y tres pinceladas de claro. Y vuelta a empezar.


Cielo mío.


Y ahora también el vuestro.

02 marzo 2010

La Ciudad de las risas perdidas

"Aunque los payasos estén tristes,

la soga de los trapecistas derruida

y la carpa remendada,

el circo de una nueva vida debe continuar.

Está en nosotros..."

('El circo de la vida', de Roberto 'Tato' Iglesias)



En cuanto pisas el suelo de esa ciudad, puedes sentir cómo el barro te trepa por las suelas de los zapatos, como si quisiera llevarte consigo hasta lo más profundo de la nada. Linda con Bogotá, pegada a ella como si fuera una garrapata incómoda, perdida en la mirada, aunque no en el mapa. Uno no puede sino sentirse incómodo cuando nota como hasta el polvo aporrea desesperado los cristales de un coche que atraviesa las inconexas y desordenadas calles que no llevan a ningún sitio, solamente a otra esquina igual de triste y apagada que la anterior.


La ciudad de Soacha hace tiempo que perdió la esperanza. Fue mucho antes de que una veintena de jóvenes de ese municipio aparecieran muertos al otro lado del país, identificados como supuestos guerrilleros abatidos por el Ejército. El de estos chicos fue uno de los primeros casos destapados de los llamados "falsos positivos". Jóvenes secuestrados, asesinados y presentados como guerrilleros o delincuentes abatidos en combate por militares, que así obtenían beneficios de sus superiores. Por el momento, se cuentan cerca de dos mil muertos inocentes en todo el país, a cambio de días libres o ascensos. Así de simple. Y de cruel.


No solo es el caso de estos jóvenes lo que vincula inexorablemente a Soacha con el conflicto interno que sufre Colombia. Este caótico municipio de 400.000 habitantes al sur de la capital es una de la zonas que más desmovilizados ha recibido a causa de la guerra que sacude y desangra internamente al país. Es un lugar al que llegaron los desesperados. Y de ellos, y con ellos, se tiñó el ambiente. De un vacío del que ni siquiera se desprenden los sucios perros que escudriñan entre las bolsas de basura desperdigadas en cualquier lugar, metáfora del alma de este rincón del mundo.


No es fácil, pues, arrancar una sonrisa a sus habitantes, acostumbrados a todos los tipos de pobreza imaginables. Sin embargo, uno solo puede emocionarse cuando ve a esa pequeña anciana, que ya vivió una vida y la mitad de la siguiente, aplaudiendo como si volviera a ser la niña ilusionada que una vez fue, mientras observa como un acróbata salta a través del fuego en brincos imposibles. O cuando ese payaso de bromas tontas e infantiles consigue que un grupo de crecidos adolescentes de un instituto del barrio se rían a carcajadas y olviden esa estupidez púber del querer crecer antes de tiempo, sin saber que el madurar conlleva lamentablemente la pérdida de toda magia por las pequeñas cosas.


Y aunque sea por una hora, por unos minutos, puede que solo por unos segundos, las ochocientas personas de todas las edades que abarrotan la colorida carpa recuperan el brillo en sus ojos. Y en su sonrisa. Y en sus gritos de emoción cuando un soldado carga a otro sobre sus hombros y atraviesa entre equilibrios una endeble cuerda suspendida a metros del suelo. Sí. Han oído bien. Soldados. Los que forman el Circo Colombia, un espectáculo formado en su totalidad por reclutas y oficiales del Ejército colombiano, que cruza el país actuando en las zonas más humildes, las más desfavorecidas, las más olvidadas. Y las que menos razones tienen para acogerles con cariño. Como Soacha.


Pero hoy dos soldados armados con micrófonos les cantan canciones sobre el respeto a los mayores. Hoy, un uniformado de camuflaje les cuenta una fábula cuyo mensaje es el peligro de las drogas, el alcohol y las armas; un recluta con nariz roja y zapatos desproporcionados les saca la risa que pensaban olvidada; y un soldado, antes rudo y antipático en sus mentes, les sorprende danzando con dulzura sobre sus cabezas, agarrado a unas telas rojas que se convierten en olas sinuosas, al son de unas notas que cantan sobre la alegría de un circo del Astro Rey.


Puede que todo se trate de una campaña para mejorar la imagen de las fuerzas armadas entre la población o que únicamente sea una manera de ganarse la confianza en esos territorios menos propicios por los golpes de la vida y el estruendo de los disparos. Pero lo que sí es seguro es que, estando ahí, uno podía sentir cómo ese grupo de habitantes de Soacha echaban su tristeza a patadas y se dejaban embriagar por los colores, reían, aplaudían, cantaban y se estremecían de emoción. Y lo hacían con ellos. Con los que vestían las mismas ropas camufladas que les robaron a aquellos veinte jóvenes. Puede que esa misma tarde, muchas heridas abiertas desde hace tiempo empezaran, simplemente, a cicatrizar en la Ciudad de las risas perdidas.



(Fotografía de Leonardo Muñoz / EFE)

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