29 agosto 2010

Este azul

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Estos días azules y este sol de la infancia.



El último verso que Antonio Machado escribió antes de morir. El que alguien encontró escrito en un papel arrugado en uno de los bolsillos del poeta. El que me vino a la cabeza cuando el avión despejaba rumbo a Bogotá, nuevamente. El azul acogedor de las paredes de mi habitación y el intenso azul del cielo de Barcelona. El adolescente azul del mar y el pecoso azul de su mirada. El de tantas y otras cosas que dejo atrás, mientras el avión se pierde en dirección a este desconocido sol de la madurez.

14 agosto 2010

Casa

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Es curioso que muchas veces uno nota que está en casa antes de llegar a ella, simplemente cuando empieza a aparecer en los detalles más insignificantes, como en las palabras. Uno se sorprende, por ejemplo, cuando en el avión de Bogotá a Madrid las azafatas te ofrecen un zumo y no un jugo. Incluso más aún cuando, al preguntar, descubres que los exóticos sabores a los que por obligación te has tenido que habituar, como el maracuyá, el lulo, el mango o el mandarino, han sido sustituidos por los clásicos españoles naranja o piña. Aburridos, sí, pero familiarmente aburridos. Sobre todo para la estabilidad de tu estómago.


Y es que el avión es en el fondo un limbo extraño donde se diluye y mezcla lo ajeno y lo propio. Los sonoros chaos latinoamericanos se entremezclan entre los rudos adioses castellanos y, más adelante, los suaves adéus catalanes. Por no hablar de la típica familia peninsular de carcajadas sonoras en conversaciones a tanto volumen que pueden escucharse de punta a punta del avión, o las películas dobladas, eso tan típicamente nuestro por mala suerte. Uno empieza, entonces, a captar esos pequeños detalles que casi pasan inadvertidos, pero que te advierten de la vuelta a casa. El lirismo de los acentos latinoamericanos da paso a la prosa de la voz castellana. Los niños son un poco más inaguantables, las familias hablan discutiendo y el inglés del piloto de Iberia es infinitamente más malo. Y es por ello que sabes que te acercas a casa.


Pero de repente escuchas, durante el vuelo de Madrid a Barcelona, que una mujer española comenta a su marido, con un tono algo despectivo, que el avión está "lleno de venezolanos", un más que curioso eufemismo para no utilizar el denostado sudacas. Y a raíz del comentario, te percatas del acento, en realidad colombiano, de la chica del asiento de atrás, o que dos filas adelante dos venezolanos hablan entre sí, algo en lo que no habías caído pese a que hacía tiempo que sus voces se escuchaban de fondo con perfecta claridad. Pese a llevar un buen rato en ese avión, no te habías percatado del acento sudamericano de unos o el tono oscuro de las pieles de otros, aspectos que han pasado a formar parte de lo que consideras familiar. Y es ahí cuando descubres que el término casa en realidad ya nunca será el mismo de antes, y que vuelves a tu casa en Barcelona, sí, pero dejas tu otra casa al otro lado del charco. La que ya forma, sin haberte dado cuenta, parte de tu vida.

13 agosto 2010

Trampas para pájaros


Hace cuatro años, el cáncer carcomía a mi abuelo. Ya hacía tiempo que esa enfermedad le había ido apagando la vida, quitándole poquito a poco lo que había sido. Una noche de verano, tras horas dando vueltas interminables en la cama e incapaz de poder conciliar el sueño, me senté a escribir, aunque hoy, cuatro años después, más bien diría que simplemente me puse a vomitar como un desesperado. Una purga de miedos, lamentos, tristezas, impotencias e iras contra el mundo. Expulsé todos esos sentimientos estancados que había guardado durante demasiado tiempo dentro de mis pensamientos, escondí este texto y, entonces, cerré los ojos y pude dormir. Aproximadamente diez días después, la vida de mi abuelo dijo basta. Solo entonces me decidí a dejar leer a otra persona aquello que había escrito únicamente para desahogarme en una noche de verano sin sueños. En su entierro, fue la lectura que le despidió.


Hoy, una persona muy especial para mí se enfrenta, indirectamente, a una situación parecida a la que pasé entonces. Quizás le sea útil este texto. Puede que no. No es un escrito optimista, y aunque lo pueda parecer en muchos momentos, tampoco es lo contrario. En todo caso, para ella son estas palabras, las que en aquel momento tan complicado de mi vida sentí y guardé, aunque no olvidé.





Hace unos días, mientras me encontraba rodeado de instantáneas de momentos inolvidables, de sonrisas eternas y de juventudes pasadas, me di cuenta que la vida pasa veloz.


Sentado en la cama de mis abuelos, observaba álbumes de fotografías, algunas más recientes, otras de un tiempo en que yo aún no era ni un atisbo de imaginación. Imágenes de personas jóvenes que ahora se consumen, de perspectivas y esperanzas, de recuerdos que en aquel momento eran ilusiones. Mientras miraba esas fotos, mis pensamientos circulaban curiosos alrededor de frases como "mira qué joven el iaio", "qué guapa era la iaia" o "¡Dios, mi padre con pelo largo!". Un pasado que ahora se detiene en mí, pero que continuará en mis hijos y sus hijos, que algún día mirarán imágenes de mi juventud presente, fotos que me hice ayer con mi novia, pero que dentro de unos años formaran parte de algo que fui, de algo que viví.


Bajo al comedor donde se encuentra mi abuelo, débil, consumiéndose por ese mal que recorre los rojos torrentes de vida, y que ahora le ha restado su fuerza para convertirle en alguien sin esperanza. Mi abuela está triste. Siempre ha sido una mujer fuerte, una gallega de Viveiro, Lugo, forjada en el trabajo y en la dedicación diaria, pero que ahora ve que la persona con la que siempre ha estado ha cambiado, y no voluntariamente. Le comprendo, pues yo también estoy triste. Miro a mi abuelo y no asimilo la realidad. Aún continúo viendo a ese hombre de setenta y pocos, vital, activo, amante de las maquetas, de su querido sufrimiento azulgrana, siempre con su diario Sport en la mano, siempre con su cuidado jardín, sus flores, sus plantas, sus conchas, su Barceloneta y su mar. Veo en él al trabajador del puerto que fue, al joven que un día se enamoró de una guapa gallega que servía en la casa en la que él trabajaba, al hermano que perdió a uno de sus iguales, al catalán que se siente eternamente orgulloso de su tierra y al fumador incansable de esos puros que parecían eternos e inagotables.


Me siento a su lado.


Él mira al vacío, pensando en nada, quizás en todo esto. Le acaricio la rodilla y él me sonríe. Mi mirada se pierde entonces en ese jardín floreado de verano, en esos pétalos de tono lila que tantas veces mis hermanos y yo hemos hecho caer mientras pateábamos un balón en finales a vida o muerte que hacían enfurecer a mi abuela por esos disparos ruidosos contra la puerta metálica, que ya no era puerta, sino portería de un estadio eufórico, bajo la sombra del limonero que hacía a su vez de portería contraria. Mientras observo esas plantas, aparece un recuerdo de niñez: las trampas para pájaros que mi abuelo me enseñó a hacer, y que cada día repetíamos para después soltar esos animales que cada día eran distintos, al mismo tiempo que saboreábamos el placer de haber cazado temporalmente a unos pajarillos insensatos que caían en nuestra pequeña trampa rudimentaria. Tras explicar ese recuerdo a mi abuelo, él respondió con un "sí... hemos hecho muchas cosas...", al mismo tiempo que bajaba la mirada. "Y las que nos quedan por hacer, ¿no?", le pregunté, mientras él asentía a modo de respuesta.


Ahora pienso en esas fotos. Algún día yo miraré mis propias fotos, mis propios recuerdos, esperanzas y felicidades retratadas, sinceras o fingidas. Y mi preocupación es si ese día, mientras observo lo que fui, sentiré si mi vida ha valido la pena, si la he aprovechado lo suficiente. La vida es fugaz, y cada momento que pasa es irrepetible. Nos pasamos los años preparándonos para el futuro, forjándonos para el mañana, sin pensar que quizás mañana miraremos atrás queriendo volver a recuperar esos segundos de nuevo. En el fondo son miedos. Miedo a crecer, temor a cambiar. Miedo a que mi vida quizás no sea lo que esperaba, a que las cosas no salgan bien. Miedo a que todo lo que he conocido desaparezca, sin saber que es lo que le sustituirá. Hasta ahora mis abuelos siempre han estado en mi vida, han sido algo normal, una pieza más del puzzle de mi cotidianidad. Pero ahora que una de las piezas se escapa, no logro entender cómo será el futuro, cómo será ese momento en que yo hable de mi abuelo como algo que fue, y no como alguien a quien mañana puedo llamar por teléfono. En qué momento se convertirá en fotografía y no en persona, en la que su voz será un recuerdo y no una realidad. Y no logro comprender cuando también serán recuerdo mis padres, o uno de mis hermanos con los que me habré convertido en adulto y crecido con ellos, o mi compañera a la que habré amado, o mis amigos con los que me habré ido arrugando, o yo mismo, el día que sienta que mi vida se escapa y que este mundo ha cambiado demasiado para un viejo que nació en el anticuado siglo XX.


No logro entender ese día ni ninguno, ya que es algo imposible de hacer. Ahora por primera vez he sentido algo parecido, pero ni siquiera en este momento soy capaz de asumir esta situación. Ni aún llorando todo lo que he llorado, sufrido lo que sufrido y he visto sufrir a mi padre. Ni creo que lo comprenda en el momento exacto en que pueda ocurrir el día en que mi abuelo pase a ser fotografía, imagen y recuerdo. Lo aceptaré como ahora lo acepto, como ahora miro a mi abuelo, con perfecta calva donde antes había un pelo que moría en las entradas de su frente, con esas piernas delgadas donde antes habían las rodillas de un viejo que fue futbolista y que aún disfrutaba disparando a esa puerta que es portería, a ese limonero con punto de penalti, mientras mi abuela nos gritaba y le gritaba a él también, pues el viejo era niño; con esa mirada vacía donde antes habían unos pequeños ojos profundos, dos puñaladas en la cara, que yo he heredado; con esas manos ahora débiles, que antes habían construido ciudades enteras en miniatura, pueblos encogidos y embarcaciones de maravilla que nunca llegaban a su pequeño mar; con ese cuerpo antes ligeramente barrigudo y hambriento de las buenas comidas de su esposa, que ahora solo pierde tamaño, mientras pierde el hambre y pierde el alma; con esa voz que antes discutía con mi padre de nimiedades de forma acalorada, y que ahora solo atisba a hablar sin fuerza, sin tono, como si cada palabra se erigiera en un esfuerzo enorme.


Antes mi abuelo bajaba cada día a su sótano, su cuartel general. Esa cueva dónde podías encontrar libros de épocas pasadas, maquetas que ocupaban estanterías y mesas enteras, esa escopeta de perdigones que tantas veces disparé contra cajas vacías, espadas que me hicieron imaginarme luchas increíbles, tuercas, tornillos y alambres que me convirtieron en inventor frustrado, cajas de juguetes con los que nos divertíamos durante horas, ese microscopio que despertaba mi furor por saber de las cosas, cajas de fotos que me enseñaron de dónde vengo, y miles de objetos con los que pasé horas y horas en ese pequeño sótano angosto de escaleras sinuosas. Ese mundo al que ahora él no puede bajar, el mundo que él construyó y que ahora se le escapa de sus posibilidades físicas. Como aquellos pájaros que mi abuelo y yo cazábamos, ahora él se encuentra enjaulado. Pero algún día, como aquellos pájaros atrapados, volverá a recobrar su libertad, y pasará a ser un recuerdo de mi juventud pasada, que yo también recordaré con nostalgia, mientras mi nieto me preguntará: "Y lo que nos queda por hacer, ¿no, iaio".



Trampas para pájaros

18 de julio de 2006


El sonido de los helicópteros

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Me despierta lo que creí que había sido un fuerte trueno, uno más de esos que se escuchan en estos meses de lluvias interminables en Bogotá. Recuerdo que pensé que había sido más sonoro de lo habitual, pero seguí durmiendo sin preocuparme. Al rato, suena el teléfono.


"- Àlex, ve corriendo a casa de Leo, ahí está Mauricio. Ha tomado unas primeras imágenes con su cámara, todo el mundo las está pidiendo en Madrid. Sal corriendo y ve hacia ahí ahora mismo!.

-Ok, ok.. en seguida voy hacia ahí… pero.. qué ha pasado?

-¿Cómo?¿No lo sabes??!!.

-Pues no… estaba durmiendo...

-Àlex, han puesto una bomba en nuestro edificio."


Al despejarme tras la súbita noticia, supe al momento que no era una broma, porque escuché helicópteros sobrevolando el barrio. Los helicópteros son siempre un mal presagio. En condiciones normales, su sonido no irrumpe en la ciudad. Solo el caos los atrae. Su vuelo sobre nuestras cabezas supone que algo se ha roto en nuestra normalidad. Igual que el sonido al pisar cristales en el suelo o las sirenas de policía. No es su sitio natural, ni la ciudad para los helicópteros ni nuestras suelas de zapato para los cristales.


Bajo mi calle corriendo y llego a la Séptima, una de las arterias principales de la ciudad, a esas horas habitualmente repleta de busetas, cláxones y gente medio dormida dirigiéndose a sus puestos de trabajo. Ayer el panorama era totalmente diferente. Ni un solo vehículo, gente marchándose del lugar o acercándose a curiosear. Bomberos y policías. Vallas acordonando la zona. Y helicópteros, con ese sonido perturbador.





El acceso al edificio de Caracol Radio, donde Agencia Efe también tiene la sede de su delegación en Colombia y de la Mesa central de América Latina, es imposible. La casa de uno de los fotógrafos de la agencia se convierte en una improvisada redacción. Cuando más tarde por fin nos dejan acceder al edificio, lo primero que hago es agarrar la cámara de vídeo y buscar la manera de llegar al lugar de la explosión. La redacción de Efe está intacta, pero no así el vestíbulo de acceso a la torre donde se ubica, lleno de cristales esparcidos por todas partes, o la entrada a la torre de Caracol, cuyo techo parece aguantar milagrosamente.


Tras varios minutos, consigo llegar a la zona cero, aunque más bien es una zona de guerra en toda regla. Agentes de la Fiscalía escarban entre las cenizas y las piedras, buscando restos del coche. Las oficinas de Bancolombia y el BBVA han literalmente desaparecido. Las paradas de autobús frente a las que estalló el coche-bomba son simplemente esqueletos de metal. No puedo evitar pensar qué hubiera ocurrido si el atentado hubiese pasado una hora más tarde, cuando esa zona empieza a ser un bullicio, y esa idea me incomoda, pues la palabra masacre es lo único que consigo articular, algo que por suerte solo está en mis pensamientos sobre qué podría haber sido. Alzo la vista a los edificios de enfrente, todos viviendas. Sin quererlo, la estampa me trae aquellos recuerdos de niñez de la guerra de Yugoslavia a través de las pantallas de televisión, con los edificios descompuestos, sin cristales en las ventanas, y gente triste mirando a través de ellas. Ayer todos los edificios de Bogotá parecían más viejos, más grises. Cuando vuelvo a bajar la vista, veo entre los agentes de la policía judicial algo en lo que no me había fijado hasta entonces: el agujero de la explosión. Un boquete en el centro financiero de la capital, en uno de los edificios más emblemáticos, en la voz de varios medios de comunicación, en el corazón de todos los bogotanos. Hacía cuatro años que no asistían tan cerca a una escena así.


Por eso, horas más tarde, decenas de ciudadanos se van agolpando paulatinamente en la plaza frente al edificio, convocados por Twitter y otras redes sociales, hasta que el lugar se llena de velas y pancartas en contra del terrorismo. Solo las luces de los vehículos de bomberos y policía que aún permanecen en la zona consigue iluminar más que esos pequeños cirios. Pero uno a uno, consiguen llenar simbólicamente ese agujero en mitad de la ciudad. Acallar las hélices de los helicópteros y apagar el color rojo de las luces de las sirenas de policía. E incluso también silenciar aquel trueno que pareció de una tormenta que nadie esperaba. Aunque hoy me despierte nuevamente con el sonido de los helicópteros, que siguen patrullando una ciudad que tardará tiempo en recuperar su normalidad.













10 agosto 2010

El partido del siglo



No es que un Bolivia-Colombia sea el partido del año, ni siquiera el del mes o el de la semana, y puede que ni tan solo el del día. Seguramente, os importará un comino que Jhon Viáfara sea la referencia de juego de los colombianos, o que los cuatro goles en cuatro partidos de Liga del ex delantero del Steaua de Bucarest Dayro Moreno le conviertan en el máximo peligro del equipo de Hernán "Bolillo" Gómez, entrenador de los "cafeteros", al que ni siquiera lleguéis a conocer. Obviamente os dará igual que el jovencísimo Alcides Peña debute en una selección boliviana con una dupla atacante inédita, dada la baja de su estrella Marcelo Martins, o que el entrenador de la "Verde" no haya convocado a ningún jugador del equipo líder del torneo boliviano, The Strongest, cuyo nombre ocasionaría incluso alguna broma que otra. Hasta podría apostar todos mis ahorros a que os resbala que el jovencísimo delantero Carlos Bacca tenga muchas posibilidades de jugar la Copa América con Colombia, como una de las estrellas emergentes de su país con el Júnior de Barranquilla, ganador del Apertura.


Y os entendería perfectamente, si no fuera porque yo estoy viviendo este partido como la final del Mundial. Y no porque haya dejado de lado a mi Barça y mi pasión por el fútbol andino se haya desatado, no se trata de eso ni mucho menos. La razón se encuentra cuando hace aproximadamente una semana, mientras yo escribía en Bogotá la previa del partido de mañana miércoles, tras asistir a la rueda de prensa del seleccionador colombiano, uno de mis mejores amigos, Victor Sancho, hacía lo mismo desde La Paz. Poco íbamos a imaginar hace un par de años que ambos estaríamos enfrentados por un simple y previsiblemente anodino amistoso de trámite entre Bolivia y Colombia. Pero creedme, esto se ha convertido en una cuestión de honor. Un enfrentamiento a vida o muerte, con el orgullo en juego, la honra, el pundonor, llamadle como queráis. Dará lo mismo lo que penséis, porque para nosotros será un todo o nada. Será, sencillamente, nuestro partido del siglo.



Ficha técnica. Alineaciones probables:

Bolivia: Daniel Vaca; Miguel Hoyos, Edemir Rodríguez, Luis Gutiérrez, Ignacio García; Jaime Robles, Wílder Zabala, Joselito Vaca, Álex da Rosa; Alcides Peña y Diego Cabrera. Seleccionador: Eduardo Villegas.

Colombia: Breiner Castillo; Carlos Valdés, Juan David Valencia, Alexis Henríquez, Iván Vélez; Jhon Viáfara, John Javier Restrepo, John Valencia, Dórlan Pabón; Carlos Bacca y Dayro Moreno. Seleccionador: Hernán Darío Gómez.

Árbitro: Gabriel Fabale (ARG).

Hora: 19.00 (23.00 GMT).

Estadio: Hernando Siles de La Paz, situado a 3.600 metros de altura y con capacidad para 40.000 personas.

04 agosto 2010

Cuatro de agosto

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Si hace años me hubieran dicho que la noche del 3 al 4 de agosto de 2010 la pasaría bajo dos mantas y un edredón, y enfundado en calcetines, pantalón de pijama largo y un par de camisetas de grosor suficiente como para aislarme de un ataque bioterrorista, seguramente habría dado a esa persona por una completa loca. Pero no, las evidencias son claras: pies fríos a todas horas; tortura glacial entre la post-ducha y el pre-secado con la toalla; tendencia a las sopas calientes para comer y cenar, y hasta para desayunar si pudiera, si no fuera porque los fideos con sandwich de Nutella no son aún una combinación recomendable; Kleenex y mocosidad permanente. Todo indica que, en efecto, aquella predicción habría sido acertada.


Vivo descolocado, lo reconozco. Y no solo porque mentalmente aún pienso según el calendario europeo, invertido al de este lado del mundo, sino porque la fecha de hoy es más que significativa. El 4 de agosto, desde que mi mente alcanza a reproducir recuerdos con la nitidez suficiente, era el día en que empezaba mis vacaciones en ese camping de Pals, en la Costa Brava catalana, que se convirtió en mi sucedáneo de lo que la mayoría de gente acostumbra a conocer como su "pueblo".


Desde los nueve años hasta los veintiséis (el verano anterior, vaya), he pasado cada octavo mes del año en ese rincón del mundo que parecía detenerse en el tiempo como una burbuja impenetrable. Cada agosto, los amigos de toda la vida nos volvíamos a encontrar. No importaba que fuéramos catalanes, vascos, madrileños, holandeses, alemanes, estadounidenses, franceses, hobbits o klingonitas. Nada de lo que hubiera pasado durante el año importaba, pues una vez ahí, todos volvíamos a ser aquellos niños de apenas diez años que correteábamos entre el bosque buscando un árbol que supuestamente hablaba, sin saber que habíamos accionado la alarma de seguridad del camping y movilizado, en consecuencia, a un ejército de guardas de seguridad, liderados por el mítico "Tuerti" (el nombre indica qué característica física le era destacable), que por un día conseguían tener un poco de acción en sus soporíferos días de vigilancia veraniega.


Y regresábamos cada año a la incipiente adolescencia, cuando entre mesas de ping-pong lanzábamos piropos a chicas de lenguas incomprensibles, cabelleras doradas y las pieles más bonitas jamás vistas, con el enfado consiguiente de sus excesivamente-desarrollados-para-su-edad novios de también lenguas incomprensibles, cabellos dorados y los brazos más musculados jamás vistos, y movilizando, en consecuencia, al mismo ejército de guardas de seguridad, liderados por el siempre omnipresente "Tuerti", que acudían pedaleando en destartaladas bicicletas a la zona de conflicto, mientras todos escapábamos corriendo en bandada y entre carcajadas.


Y nos sentíamos otra vez en la pubertad y en esos amores de verano que siempre son los más bellos jamás vividos, con te quieros que iban a ser para siempre pero que en setiembre acababan en el cajón de las fotografías, con despedidas cuyas lágrimas nunca se agotaban, y con escapadas nocturnas que fatalmente terminaban con madres holandesas buscando (junto a un ejército de guardas de seguridad liderados por el ya acostumbrado "Tuerti") a sus "inofensivas" hijas que se habían fugado clandestinamente a altas horas de la madrugada con algún españolito, hasta que la susodicha hija aparecía agarrada de la mano del españolito de turno y con el consiguiente drama en una lengua que no entendíamos pero que ya era el pan de cada verano.


Y llegaron los veintitantos, y los niños de diez años que buscaban el árbol que hablaba ya eran hombres y mujeres, y las chicas de lenguas incomprensibles, cabelleras doradas y las pieles más bellas jamás vistas se habían convertido en una de tus mejores amigas, igual que sus entonces excesivamente-desarrollados-para-su-edad novios, puede que ya no novios, que seguían acudiendo cada verano a ese rinconcito de la costa catalana para encontrarse contigo y, año tras año, volver a ver a ese ya viejo guarda de seguridad conocido como Tuerti, del que tanto habíamos escapado, pero que ahora nos trataba como a sus propios hijos a los que había visto crecer y nosotros a él como al padre que nos había permitido, en el fondo, todas las chiquilladas posibles.


Porque aunque esté escribiendo esto tapado con dos mantas y un edredón, enfundado en calcetines, pantalón de pijama largo y un par de camisetas de grosor suficiente como para rebotar si cayera al suelo, pese a todo esto, si ahora mismo cerrara los ojos en este cuatro de agosto, podría sentir perfectamente cómo la arena de la playa se cuela entre los dedos de mis pies, en noches interminables, bajo el cielo con más estrellas que nunca he visto en otro lugar.


Podría, incluso, oler la carne de las barbacoas junto a las caravanas, oír los cánticos a coro en duchas que se alargaban durante horas en los lavabos comunes o el sonido lejano de la música cuando cada tres días había discoteca en el camping y todos nos vestíamos de gala para la esperada ocasión (esperada, aunque nadie lo admitiera). Si cerrara los párpados aún con más fuerza, podría llegar a escuchar a mi padre abroncándonos a mis hermanos y a mí por llegar tarde a comer y el no hacéis nunca nada, ya podríais ayudar un poco que repetía cada día de cada verano de cada año y que, a su pesar, nos entraba por un oído y salía por el otro. O la hierba de la piscina en la que durante horas jugábamos a cartas y a fútbol, con las reprimendas del sufrido socorrista, que durante 15 años seguidos nos advirtió que nos acabaría echando, con el mismo inútil efecto que los avisos de mi padre.


Y así podría seguir toda la noche, rememorando las rutas por el río en balsa, los saltos entre las olas de la playa o los torneos de billar, apretando cada vez más y más los párpados para llegar lo más lejos posible en el disco duro de mi memoria. Por suerte no haría falta, pues esa burbuja impenetrable sigue estando ahí, como instantáneas guardadas en una caja de fotos que cada cierto tiempo abres y revives como si te hubieras teletransportado a aquel día. Algunos de los protagonistas de esta historia siguen acudiendo cada verano, otros fueron desertando por el devenir de los años. Pero a todos nos quedarán para siempre, de una manera u otra, esos recuerdos. Esos inolvidables veranos que empezaban cada cuatro de agosto.



02 agosto 2010

Invierno

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Quijote y Sancho (Madrid, diciembre de 2009)



Lo echaba de menos, la verdad. Ha sucedido hoy sin previo aviso, al salir de casa y cuando la tarde ya se fundía a negro, como pasaba en las películas de antes. De repente, de forma inesperada, un crujido de dolor muy familiar me ha recorrido el cuerpo de arriba a abajo. Hacía tiempo que no sentía ese abrazo punzante, ese estremecer rítmico de los huesos, esa tensión en cada músculo, ese erizar coral de todos los vellos habidos y por haber en cada centímetro de mi piel. Era él, ese compañero de toda la vida con el que este año había jugado al despiste. Era el invierno.


Lejos de producirme rechazo, ha sido como quien se encuentra con un viejo amigo al que tiene tantas cosas que contar. En lugar de resguardarme, me he sentado al aire libre en la terraza de una cafetería, dejándome abrigar por su presencia y, con un café y un libro, me he dispuesto a reencontrarme con las palabras perdidas que últimamente tanto he tardado en hallar y, seguramente, en decidirme a buscar. Aunque en realidad acostumbro a renegar de él, siempre me ha inspirado mucho más el melancólico, marchito y solitario invierno que el caluroso verano, ese quarterback sudoroso, juerguista y superficial sin más aspiraciones a largo plazo que ligarse a la rubia animadora del instituto. Y ahí me he quedado conversando con mi gélido visitante durante más de una hora, o quién sabe cuanto más, pasando páginas con unos dedos cada vez menos ágiles, y liberando en cada suspiro un vaho prisionero desde hace meses, al que casi podía oír llorar de alegría al volver a reunirse con su añorado invierno. O quizás en realidad no fuera real, y solo existiera en mis ansias de encontrarme de nuevo con él.

01 agosto 2010

El significado de las palabras

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Y me dio por pensar, algo que no está mal hacer de vez en cuando. Siempre me pasa igual cuando hago ese trayecto interminable, desde el valle en el que se agazapa Medellín hasta el aeropuerto de Rionegro. Encontrar un hueco para meditar en esos tres cuartos de hora que dura el viaje en taxi es más que fácil. Esta vez, acompañado de Maria Paula. Otras veces solo. No importa, siempre hallo unos segundos, unos minutos, lo que sea, para remover el desordenado trastero de mi cabeza, mientras serpenteo por la carretera que escala los cerros de esa ciudad.


Explicaba que me dio por pensar. Me vino a la cabeza el tiempo que ya ha pasado, y más aún en el poco que me (nos) queda. De repente, me di cuenta que en un mes dejaría de sumar, para empezar a descontar. Que cuando volviera de vacaciones ya solo quedarían tres meses y medio, poco más. Y una sensación extraña me ascendió por la garganta, como cuando a uno se le repite entre sábanas una cena demasiado copiosa.


Pues eso, que sin pensarlo, pensé. Y recordé cuando Victor Sancho era un solo aquel chico de último año de carrera, un curso más que yo, con el que improvisaba programas de radio cuando los dos nos quedábamos solos en el estudio después de clase. Y cómo se me entrecortaba la respiración cuando él me explicaba que debía escoger en qué país del extranjero hacer el segundo año de aquella beca que entonces yo desconocía. Él hablaba con familiaridad de El Cairo o La Paz, como si solo se trataran de estaciones de Metro donde bajarse. A mí, en cambio, todo eso me quedaba demasiado lejos, como un espejismo algo borroso, irreal. En realidad, yo le envidiaba en secreto, en silencio, de una forma casi cainita.


Miro por la ventanilla del taxi, pero sin enfocar nada en concreto del paisaje verde (aquí, como ocurre en el Polo Norte con los blancos, he aprendido a diferenciar entre tipos de verdes). Sí logro constatar de reojo que Medellín se empequeñece desde lo alto de los cerros, mientras en esta particular tanda de flashbacks de carretera, un Joan demasiado preguntón, una desconfiada Nina callada en una esquina de la mesa de reuniones y una Carola entonces exóticamente pelirroja se sientan enfrente mío. Alba, Alejandra y Victor a mi derecha. Y ante los siete, dos años de beca por delante. Dos años… una eternidad, vamos. Como cuando los niños piensan en qué profesión tendrán cuando sean adultos, pero sin saber exactamente qué significa esa palabra tan barroca.


Y es ahí a donde quería llegar, al significado de las palabras. En aquel entonces, hablar de dos años era un sinónimo de infinito, de un largo camino por delante. De lo que iba a ser. Ahora, pensar en esos dos años es hacerlo, sobre todo, en base a lo que sido, en lo que ya ha pasado. Me acuerdo en cómo dudaba sobre si escoger Colombia, por lo que significaba entonces. Casi dos años después, ya nada es lo mismo ni volverá a serlo. Ni Colombia, ni las calles de Bogotá, ni las noches de Medellín, lugares que ahora me resultan tan extrañamente familiares. Todo tiene un nuevo significado. Incluso Barcelona, y mucho más Madrid. Tampoco los sueños son los que eran. Muchos de ellos, tiempo atrás inconcebibles, se han cumplido. Otros tantos se han generado a partir de esos. Algunos se han aplazado y puede que otros se hayan esfumado sin saberlo. Las cosas han cambiado. El pasado, el presente y, especialmente, el futuro.


Amigos. Distancia. Sueños. Amor. Abrazo. Cielo. Hogar. Recuerdo. Camino. Futuro. Simples palabras, aunque al final todo reside en el significado que les concedamos. O eso pensé, vaya.

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