23 noviembre 2010

Un miércoles cualquiera

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Mi mundo se empezó a desmoronar un miércoles.


Era un día cualquiera, tranquilo, similar a cualquier otro. La mañana fue normal, sin más. Comí en casa, como muchas otras veces. Dormité durante media hora, una siesta corta, sin demasiados festejos. Merendé un habitual bocadillo de Nutella, no más cargado y denso que de costumbre. Nada parecía extraño. Pero no, porque todo iba a ser distinto a partir de aquel día. A partir de aquella llamada. A partir de aquel miércoles que solo parecía un miércoles cualquiera.


Uno acostumbra a creer que en la vida existen ciertas verdades intocables, dogmas irrefutables que nadie puede, y ni siquiera osa, cuestionar. Por ejemplo, que uno puede bañarse si no ha pasado un cuarto de hora desde que almorzó, sin que eso suponga un mortal corte de digestión. Algo también se puede evitar si, transcurrido ese tiempo, uno se remoja primero la nuca, después las muñecas y a continuación entra poco a poco al agua. También se acostumbra a decir que si uno aguanta la respiración y se queda totalmente inmóvil, esa maligna abeja asesina que está posada en tu brazo no te acribillará a picotazos (esa regla puede aplicarse a los Tyranosaurus Rex, algo que todos sabemos gracias a Jurassic Park, obviamente). O que los 30 son los nuevos 20, los 40 los nuevos 30, y la jubilación es la segunda juventud. O que si aparecen canas, significa que uno no se quedará calvo. Es definitiva, verdades universales que nos ayudan a vivir un poco más tranquilos, a no perder la esperanza, a dormir mucho mejor por las noches. Hasta que llegó aquel miércoles que parecía un miércoles cualquiera.


Fue una llamada, avisando del primer contagio. Al principio, no hubo más problemas. Sin embargo, mi mente empezó a atar cabos. A ver… uno, dos, tres, cuatro,… ¡mierda, mierda, mierda!. Una larga espera en urgencias, la primera desde que estoy en este país, confirmó los peores presagios. Estaba contaminado. Infectado. Corrompido. Apestado. Diez días de encierro en casa fue la sentencia impuesta por la doctora. Un cautiverio involuntario, separado del resto del mundo. Pero no es posible, dije yo, una y otra vez. ¡Soy inocente!. Pero las evidencias eran claras y contundentes, en forma de puntitos rojos. Tenía la varicela.


Sí, en efecto. Esa varicela que solo se puede agarrar una vez. Esa que, una vez la pasas, quedas supermegainmunizado de por vida, en ésta y en la siguiente. Esa varicela de la que es imposible que puedas volverte a contagiar. Una verdad como un puño. Un dogma incuestionable. Uno de esos en los que creía yo ciegamente hasta aquel miércoles que parecía un miércoles cualquiera.


19 noviembre 2010

Papá Dios

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Bebes otro trago y notas como el ardor se desliza por tus entrañas. 

El ron, ese sucio ron que corre por una sucia playa de una más sucia ciudad del caribe colombiano, dilata las pupilas de Miller y suelta su lengua, aquella que confiesa que una vez estuvo encerrada entre los barrotes de una cárcel por vete a saber qué razón. En realidad tampoco importa demasiado, pues todo parece un poco más liviano en comparación al aire nocturno que respiras, tosco, húmedo y cargado, convertido en plomo que se abre paso a marchas forzadas por tus fosas nasales. Incluso la arena es incómoda. Se engancha a tu piel como si fuera un parásito enquistado cuya vida depende de seguir unido a ti. 

Cuando consigues deshacerte de ella, un brillo llama tu atención, el resplandor de cientos de pedacitos dorados pegados a la palma de tu mano. Pero no es oro todo lo que reluce, no. Solo la pirita que nadie quiere, y que lucha por aferrarse al primero que pase por ahí, desesperada en su soledad. 

Y bebes de nuevo otro pesado sorbo.

A unos metros, una manada de perros corretea libremente por la orilla, al tiempo que Miller descarga su vejiga en dirección a las profundidades del Atlántico. Un cangrejo se agazapa en su agujero a toda prisa, huyendo de toda esa decadencia que solo el Caribe puede convertir en algo bello. Es un personaje curioso, este Miller. Guía turístico, es de esa clase de tipos de los que, en condiciones normales, seguramente te alejarías sin dudarlo. Pero no puede evitar enternecerte cuando te encañona con esa mirada inocente, casi como la de un crío que va descubriendo la vida a golpes y trompicones. Igual que cuando sonríe, de manera torpe y sin demasiados alardes. Como si fuera algo a lo que tampoco estuviera demasiado acostumbrado.

Miller habla. En realidad, habla mucho. Sobre Bolívar, sobre Santa Marta, sobre los indígenas que conoce, sobre los españoles buenos y malos que una vez pasaron por ahí, sobre alguna Historia cierta y sobre otra historia no tan cierta. También sobre cómo ha cambiado su vida y sobre su Papá Dios. Ese a quien atribuye el habernos encontrado, pues dice que somos personas de buen corazón. Ese que para él es medida de todas las cosas, regla general sin excepciones, explicación de todo lo que pueda ocurrir y solución a cualquier imprevisto que pueda surgir.

Insiste en que su Papá Dios nos acompaña, incluso cuando él no vaya a estar, y uno no puede evitar tomárselo a broma. Hasta que de repente, cuando una tormenta tropical se abalanza sobre nosotros para hacernos el camino imposible, unos supuestos amigos de Miller aparecen milagrosamente en lancha, salvadores ellos, para llevarnos a buen refugio y sin cobrarnos nada a cambio. O cuando un taxista intenta vaciarnos los bolsillos ante nuestra cara de occidentales despistados, pero de repente y de la nada, hace presencia una buseta, cuyo conductor nos advierte a tiempo del timo y nos transporta gratis. 

Y así una casualidad se sucede tras otra hasta que, en esta orgía de los azares, como si fuera la Capilla Sixtina de la fortuna, una familia de colombianos se apiada de nosotros, nos recoge en nuestro desesperado autostop bajo el sol, nos adopta durante un día, nos alimenta y refresca en una playa cristalina sin tener que pagar nada a cambio, y nos lleva casi literalmente hasta la puerta del hostal en sus enormes 4x4 de comodidad indescriptible. Es ahí, entonces, cuando uno recuerda las palabras de Miller acerca de su Papá Dios. Y se plantea si quizás… 

no, no, imposible… ¿Cómo iba a ser eso? -piensa uno incrédulo, entre risas.

Pero es al llegar al aeropuerto con el tiempo apurado cuando nos informan que hemos tenido suerte, pues nuestro vuelo sale con retraso y hemos evitado perderlo por poco.  Pura chiripa... o cosas de Papá Dios, quién sabe. Solo Miller lo sabe.

08 noviembre 2010

Un año

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23 de diciembre. Vuelo de Avianca. 13.50 horas. Aeropuerto Barcelona El Prat.


Punto final. O lo que sea que venga.






Post Scriptum: Este es el texto que había escrito en un inicio. Conciso y directo, sin rodeos, algo que raramente consigo en el blog. Estaba satisfecho, no quería más. Sin embargo, ha sido al buscar una fotografía que acompañara esas palabras, cuando me he encontrado de repente con el álbum de los primeros pasos en esta ciudad. No sé exactamente qué, pero algo ha crujido dentro de mí. Quizá fueron los recuerdos de aquellos primeros días en que cualquier cosa era sorprendente y hasta lo más horrible me parecía bello. Puede que fuera aquella sensación de pensar que todo estaba por delante, que un año era un infinito y un poco más allá. O tal vez fueran los sueños y los miedos de entonces. Esos -sueños y miedos- que se han ido cumpliendo, sin excepción, a lo largo de este año.


Un año. Se dice rápido. Tanto, que no me he dado ni cuenta.



*La fotografía es del primer día en Bogotá, buscando el Parque Simón Bolívar.

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