14 agosto 2010

Casa

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Es curioso que muchas veces uno nota que está en casa antes de llegar a ella, simplemente cuando empieza a aparecer en los detalles más insignificantes, como en las palabras. Uno se sorprende, por ejemplo, cuando en el avión de Bogotá a Madrid las azafatas te ofrecen un zumo y no un jugo. Incluso más aún cuando, al preguntar, descubres que los exóticos sabores a los que por obligación te has tenido que habituar, como el maracuyá, el lulo, el mango o el mandarino, han sido sustituidos por los clásicos españoles naranja o piña. Aburridos, sí, pero familiarmente aburridos. Sobre todo para la estabilidad de tu estómago.


Y es que el avión es en el fondo un limbo extraño donde se diluye y mezcla lo ajeno y lo propio. Los sonoros chaos latinoamericanos se entremezclan entre los rudos adioses castellanos y, más adelante, los suaves adéus catalanes. Por no hablar de la típica familia peninsular de carcajadas sonoras en conversaciones a tanto volumen que pueden escucharse de punta a punta del avión, o las películas dobladas, eso tan típicamente nuestro por mala suerte. Uno empieza, entonces, a captar esos pequeños detalles que casi pasan inadvertidos, pero que te advierten de la vuelta a casa. El lirismo de los acentos latinoamericanos da paso a la prosa de la voz castellana. Los niños son un poco más inaguantables, las familias hablan discutiendo y el inglés del piloto de Iberia es infinitamente más malo. Y es por ello que sabes que te acercas a casa.


Pero de repente escuchas, durante el vuelo de Madrid a Barcelona, que una mujer española comenta a su marido, con un tono algo despectivo, que el avión está "lleno de venezolanos", un más que curioso eufemismo para no utilizar el denostado sudacas. Y a raíz del comentario, te percatas del acento, en realidad colombiano, de la chica del asiento de atrás, o que dos filas adelante dos venezolanos hablan entre sí, algo en lo que no habías caído pese a que hacía tiempo que sus voces se escuchaban de fondo con perfecta claridad. Pese a llevar un buen rato en ese avión, no te habías percatado del acento sudamericano de unos o el tono oscuro de las pieles de otros, aspectos que han pasado a formar parte de lo que consideras familiar. Y es ahí cuando descubres que el término casa en realidad ya nunca será el mismo de antes, y que vuelves a tu casa en Barcelona, sí, pero dejas tu otra casa al otro lado del charco. La que ya forma, sin haberte dado cuenta, parte de tu vida.

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