13 agosto 2010

El sonido de los helicópteros

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Me despierta lo que creí que había sido un fuerte trueno, uno más de esos que se escuchan en estos meses de lluvias interminables en Bogotá. Recuerdo que pensé que había sido más sonoro de lo habitual, pero seguí durmiendo sin preocuparme. Al rato, suena el teléfono.


"- Àlex, ve corriendo a casa de Leo, ahí está Mauricio. Ha tomado unas primeras imágenes con su cámara, todo el mundo las está pidiendo en Madrid. Sal corriendo y ve hacia ahí ahora mismo!.

-Ok, ok.. en seguida voy hacia ahí… pero.. qué ha pasado?

-¿Cómo?¿No lo sabes??!!.

-Pues no… estaba durmiendo...

-Àlex, han puesto una bomba en nuestro edificio."


Al despejarme tras la súbita noticia, supe al momento que no era una broma, porque escuché helicópteros sobrevolando el barrio. Los helicópteros son siempre un mal presagio. En condiciones normales, su sonido no irrumpe en la ciudad. Solo el caos los atrae. Su vuelo sobre nuestras cabezas supone que algo se ha roto en nuestra normalidad. Igual que el sonido al pisar cristales en el suelo o las sirenas de policía. No es su sitio natural, ni la ciudad para los helicópteros ni nuestras suelas de zapato para los cristales.


Bajo mi calle corriendo y llego a la Séptima, una de las arterias principales de la ciudad, a esas horas habitualmente repleta de busetas, cláxones y gente medio dormida dirigiéndose a sus puestos de trabajo. Ayer el panorama era totalmente diferente. Ni un solo vehículo, gente marchándose del lugar o acercándose a curiosear. Bomberos y policías. Vallas acordonando la zona. Y helicópteros, con ese sonido perturbador.





El acceso al edificio de Caracol Radio, donde Agencia Efe también tiene la sede de su delegación en Colombia y de la Mesa central de América Latina, es imposible. La casa de uno de los fotógrafos de la agencia se convierte en una improvisada redacción. Cuando más tarde por fin nos dejan acceder al edificio, lo primero que hago es agarrar la cámara de vídeo y buscar la manera de llegar al lugar de la explosión. La redacción de Efe está intacta, pero no así el vestíbulo de acceso a la torre donde se ubica, lleno de cristales esparcidos por todas partes, o la entrada a la torre de Caracol, cuyo techo parece aguantar milagrosamente.


Tras varios minutos, consigo llegar a la zona cero, aunque más bien es una zona de guerra en toda regla. Agentes de la Fiscalía escarban entre las cenizas y las piedras, buscando restos del coche. Las oficinas de Bancolombia y el BBVA han literalmente desaparecido. Las paradas de autobús frente a las que estalló el coche-bomba son simplemente esqueletos de metal. No puedo evitar pensar qué hubiera ocurrido si el atentado hubiese pasado una hora más tarde, cuando esa zona empieza a ser un bullicio, y esa idea me incomoda, pues la palabra masacre es lo único que consigo articular, algo que por suerte solo está en mis pensamientos sobre qué podría haber sido. Alzo la vista a los edificios de enfrente, todos viviendas. Sin quererlo, la estampa me trae aquellos recuerdos de niñez de la guerra de Yugoslavia a través de las pantallas de televisión, con los edificios descompuestos, sin cristales en las ventanas, y gente triste mirando a través de ellas. Ayer todos los edificios de Bogotá parecían más viejos, más grises. Cuando vuelvo a bajar la vista, veo entre los agentes de la policía judicial algo en lo que no me había fijado hasta entonces: el agujero de la explosión. Un boquete en el centro financiero de la capital, en uno de los edificios más emblemáticos, en la voz de varios medios de comunicación, en el corazón de todos los bogotanos. Hacía cuatro años que no asistían tan cerca a una escena así.


Por eso, horas más tarde, decenas de ciudadanos se van agolpando paulatinamente en la plaza frente al edificio, convocados por Twitter y otras redes sociales, hasta que el lugar se llena de velas y pancartas en contra del terrorismo. Solo las luces de los vehículos de bomberos y policía que aún permanecen en la zona consigue iluminar más que esos pequeños cirios. Pero uno a uno, consiguen llenar simbólicamente ese agujero en mitad de la ciudad. Acallar las hélices de los helicópteros y apagar el color rojo de las luces de las sirenas de policía. E incluso también silenciar aquel trueno que pareció de una tormenta que nadie esperaba. Aunque hoy me despierte nuevamente con el sonido de los helicópteros, que siguen patrullando una ciudad que tardará tiempo en recuperar su normalidad.













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