la soga de los trapecistas derruida
y la carpa remendada,
el circo de una nueva vida debe continuar.
Está en nosotros..."
('El circo de la vida', de Roberto 'Tato' Iglesias)
En cuanto pisas el suelo de esa ciudad, puedes sentir cómo el barro te trepa por las suelas de los zapatos, como si quisiera llevarte consigo hasta lo más profundo de la nada. Linda con Bogotá, pegada a ella como si fuera una garrapata incómoda, perdida en la mirada, aunque no en el mapa. Uno no puede sino sentirse incómodo cuando nota como hasta el polvo aporrea desesperado los cristales de un coche que atraviesa las inconexas y desordenadas calles que no llevan a ningún sitio, solamente a otra esquina igual de triste y apagada que la anterior.
La ciudad de Soacha hace tiempo que perdió la esperanza. Fue mucho antes de que una veintena de jóvenes de ese municipio aparecieran muertos al otro lado del país, identificados como supuestos guerrilleros abatidos por el Ejército. El de estos chicos fue uno de los primeros casos destapados de los llamados "falsos positivos". Jóvenes secuestrados, asesinados y presentados como guerrilleros o delincuentes abatidos en combate por militares, que así obtenían beneficios de sus superiores. Por el momento, se cuentan cerca de dos mil muertos inocentes en todo el país, a cambio de días libres o ascensos. Así de simple. Y de cruel.
No solo es el caso de estos jóvenes lo que vincula inexorablemente a Soacha con el conflicto interno que sufre Colombia. Este caótico municipio de 400.000 habitantes al sur de la capital es una de la zonas que más desmovilizados ha recibido a causa de la guerra que sacude y desangra internamente al país. Es un lugar al que llegaron los desesperados. Y de ellos, y con ellos, se tiñó el ambiente. De un vacío del que ni siquiera se desprenden los sucios perros que escudriñan entre las bolsas de basura desperdigadas en cualquier lugar, metáfora del alma de este rincón del mundo.
No es fácil, pues, arrancar una sonrisa a sus habitantes, acostumbrados a todos los tipos de pobreza imaginables. Sin embargo, uno solo puede emocionarse cuando ve a esa pequeña anciana, que ya vivió una vida y la mitad de la siguiente, aplaudiendo como si volviera a ser la niña ilusionada que una vez fue, mientras observa como un acróbata salta a través del fuego en brincos imposibles. O cuando ese payaso de bromas tontas e infantiles consigue que un grupo de crecidos adolescentes de un instituto del barrio se rían a carcajadas y olviden esa estupidez púber del querer crecer antes de tiempo, sin saber que el madurar conlleva lamentablemente la pérdida de toda magia por las pequeñas cosas.
Y aunque sea por una hora, por unos minutos, puede que solo por unos segundos, las ochocientas personas de todas las edades que abarrotan la colorida carpa recuperan el brillo en sus ojos. Y en su sonrisa. Y en sus gritos de emoción cuando un soldado carga a otro sobre sus hombros y atraviesa entre equilibrios una endeble cuerda suspendida a metros del suelo. Sí. Han oído bien. Soldados. Los que forman el Circo Colombia, un espectáculo formado en su totalidad por reclutas y oficiales del Ejército colombiano, que cruza el país actuando en las zonas más humildes, las más desfavorecidas, las más olvidadas. Y las que menos razones tienen para acogerles con cariño. Como Soacha.
Pero hoy dos soldados armados con micrófonos les cantan canciones sobre el respeto a los mayores. Hoy, un uniformado de camuflaje les cuenta una fábula cuyo mensaje es el peligro de las drogas, el alcohol y las armas; un recluta con nariz roja y zapatos desproporcionados les saca la risa que pensaban olvidada; y un soldado, antes rudo y antipático en sus mentes, les sorprende danzando con dulzura sobre sus cabezas, agarrado a unas telas rojas que se convierten en olas sinuosas, al son de unas notas que cantan sobre la alegría de un circo del Astro Rey.
Puede que todo se trate de una campaña para mejorar la imagen de las fuerzas armadas entre la población o que únicamente sea una manera de ganarse la confianza en esos territorios menos propicios por los golpes de la vida y el estruendo de los disparos. Pero lo que sí es seguro es que, estando ahí, uno podía sentir cómo ese grupo de habitantes de Soacha echaban su tristeza a patadas y se dejaban embriagar por los colores, reían, aplaudían, cantaban y se estremecían de emoción. Y lo hacían con ellos. Con los que vestían las mismas ropas camufladas que les robaron a aquellos veinte jóvenes. Puede que esa misma tarde, muchas heridas abiertas desde hace tiempo empezaran, simplemente, a cicatrizar en la Ciudad de las risas perdidas.
(Fotografía de Leonardo Muñoz / EFE)
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