04 agosto 2010

Cuatro de agosto

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Si hace años me hubieran dicho que la noche del 3 al 4 de agosto de 2010 la pasaría bajo dos mantas y un edredón, y enfundado en calcetines, pantalón de pijama largo y un par de camisetas de grosor suficiente como para aislarme de un ataque bioterrorista, seguramente habría dado a esa persona por una completa loca. Pero no, las evidencias son claras: pies fríos a todas horas; tortura glacial entre la post-ducha y el pre-secado con la toalla; tendencia a las sopas calientes para comer y cenar, y hasta para desayunar si pudiera, si no fuera porque los fideos con sandwich de Nutella no son aún una combinación recomendable; Kleenex y mocosidad permanente. Todo indica que, en efecto, aquella predicción habría sido acertada.


Vivo descolocado, lo reconozco. Y no solo porque mentalmente aún pienso según el calendario europeo, invertido al de este lado del mundo, sino porque la fecha de hoy es más que significativa. El 4 de agosto, desde que mi mente alcanza a reproducir recuerdos con la nitidez suficiente, era el día en que empezaba mis vacaciones en ese camping de Pals, en la Costa Brava catalana, que se convirtió en mi sucedáneo de lo que la mayoría de gente acostumbra a conocer como su "pueblo".


Desde los nueve años hasta los veintiséis (el verano anterior, vaya), he pasado cada octavo mes del año en ese rincón del mundo que parecía detenerse en el tiempo como una burbuja impenetrable. Cada agosto, los amigos de toda la vida nos volvíamos a encontrar. No importaba que fuéramos catalanes, vascos, madrileños, holandeses, alemanes, estadounidenses, franceses, hobbits o klingonitas. Nada de lo que hubiera pasado durante el año importaba, pues una vez ahí, todos volvíamos a ser aquellos niños de apenas diez años que correteábamos entre el bosque buscando un árbol que supuestamente hablaba, sin saber que habíamos accionado la alarma de seguridad del camping y movilizado, en consecuencia, a un ejército de guardas de seguridad, liderados por el mítico "Tuerti" (el nombre indica qué característica física le era destacable), que por un día conseguían tener un poco de acción en sus soporíferos días de vigilancia veraniega.


Y regresábamos cada año a la incipiente adolescencia, cuando entre mesas de ping-pong lanzábamos piropos a chicas de lenguas incomprensibles, cabelleras doradas y las pieles más bonitas jamás vistas, con el enfado consiguiente de sus excesivamente-desarrollados-para-su-edad novios de también lenguas incomprensibles, cabellos dorados y los brazos más musculados jamás vistos, y movilizando, en consecuencia, al mismo ejército de guardas de seguridad, liderados por el siempre omnipresente "Tuerti", que acudían pedaleando en destartaladas bicicletas a la zona de conflicto, mientras todos escapábamos corriendo en bandada y entre carcajadas.


Y nos sentíamos otra vez en la pubertad y en esos amores de verano que siempre son los más bellos jamás vividos, con te quieros que iban a ser para siempre pero que en setiembre acababan en el cajón de las fotografías, con despedidas cuyas lágrimas nunca se agotaban, y con escapadas nocturnas que fatalmente terminaban con madres holandesas buscando (junto a un ejército de guardas de seguridad liderados por el ya acostumbrado "Tuerti") a sus "inofensivas" hijas que se habían fugado clandestinamente a altas horas de la madrugada con algún españolito, hasta que la susodicha hija aparecía agarrada de la mano del españolito de turno y con el consiguiente drama en una lengua que no entendíamos pero que ya era el pan de cada verano.


Y llegaron los veintitantos, y los niños de diez años que buscaban el árbol que hablaba ya eran hombres y mujeres, y las chicas de lenguas incomprensibles, cabelleras doradas y las pieles más bellas jamás vistas se habían convertido en una de tus mejores amigas, igual que sus entonces excesivamente-desarrollados-para-su-edad novios, puede que ya no novios, que seguían acudiendo cada verano a ese rinconcito de la costa catalana para encontrarse contigo y, año tras año, volver a ver a ese ya viejo guarda de seguridad conocido como Tuerti, del que tanto habíamos escapado, pero que ahora nos trataba como a sus propios hijos a los que había visto crecer y nosotros a él como al padre que nos había permitido, en el fondo, todas las chiquilladas posibles.


Porque aunque esté escribiendo esto tapado con dos mantas y un edredón, enfundado en calcetines, pantalón de pijama largo y un par de camisetas de grosor suficiente como para rebotar si cayera al suelo, pese a todo esto, si ahora mismo cerrara los ojos en este cuatro de agosto, podría sentir perfectamente cómo la arena de la playa se cuela entre los dedos de mis pies, en noches interminables, bajo el cielo con más estrellas que nunca he visto en otro lugar.


Podría, incluso, oler la carne de las barbacoas junto a las caravanas, oír los cánticos a coro en duchas que se alargaban durante horas en los lavabos comunes o el sonido lejano de la música cuando cada tres días había discoteca en el camping y todos nos vestíamos de gala para la esperada ocasión (esperada, aunque nadie lo admitiera). Si cerrara los párpados aún con más fuerza, podría llegar a escuchar a mi padre abroncándonos a mis hermanos y a mí por llegar tarde a comer y el no hacéis nunca nada, ya podríais ayudar un poco que repetía cada día de cada verano de cada año y que, a su pesar, nos entraba por un oído y salía por el otro. O la hierba de la piscina en la que durante horas jugábamos a cartas y a fútbol, con las reprimendas del sufrido socorrista, que durante 15 años seguidos nos advirtió que nos acabaría echando, con el mismo inútil efecto que los avisos de mi padre.


Y así podría seguir toda la noche, rememorando las rutas por el río en balsa, los saltos entre las olas de la playa o los torneos de billar, apretando cada vez más y más los párpados para llegar lo más lejos posible en el disco duro de mi memoria. Por suerte no haría falta, pues esa burbuja impenetrable sigue estando ahí, como instantáneas guardadas en una caja de fotos que cada cierto tiempo abres y revives como si te hubieras teletransportado a aquel día. Algunos de los protagonistas de esta historia siguen acudiendo cada verano, otros fueron desertando por el devenir de los años. Pero a todos nos quedarán para siempre, de una manera u otra, esos recuerdos. Esos inolvidables veranos que empezaban cada cuatro de agosto.



1 comentarios:

Laura dijo...

Y todas las historias que tendrás para contar cuando vuelvas a ir? :)
Qué bonito, señor Cubero.
Disfruta del paseo por los recuerdos!

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