07 enero 2011

Madrid

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Me dijo adiós y, de repente, la noche de Madrid se tiñó de putas, chulos y mendigos, de borrachos prematuros y de esquinas más oscuras. Cuanto más me alejaba de aquella parada de autobuses, más cuesta arriba se hacía el camino de vuelta, el mismo que un año antes había dejado sensaciones tan alejadas. De aquella nieve adolescente en la que todo era posible a la ahora nostálgica llovizna, esa que sin darte cuenta te deja calado de realidad hasta los huesos. Y marchito, Fuencarral me engulló en una lánguida caída libre. El mismo frío, pero más cruel. El mismo recorrido, pero otro rumbo. El mismo abrazo, pero tan distinto. Demasiado distinto, pese a que por un momento, cuando nuestras mejillas se cruzaron, todo volvió a ser y sentí que había despertado trescientas dos mañanas a su lado. Pero no.


Y aún así, cuando el tren anunció por megafonía la obligada huída lejos de ella, Madrid, con sus ojos pecosos pintados de Mediterráneo, me siguió pareciendo la chica más bonita del mundo.



08 diciembre 2010

Clic

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Nunca me acostumbraré a hacer las maletas. Esa sensación extraña que supone desmontar el escenario que uno construye a su alrededor, ese mundo que uno va creando con el paso de los meses para sentirse un poco más en su sitio. Toca doblar la ropa, desnudar las estanterías de libros, arrancar las fotos de las paredes del cuarto, tirar a la basura cosas que he guardado con tozudez a lo largo del año -a sabiendas que no se regresarían conmigo a final de esta aventura-, pero también encontrar aquellas que creía imprescindibles traer al inicio de este viaje -pero que curiosamente no han salido de la maleta, porque nunca las llegué a necesitar-.


Y peor todavía es cerrarlas. Después de un buen rato haciendo uso de mi fuerza bruta para unir las dos partes del equipaje, todo se soluciona con un simple clic. En efecto, así de cruel, así de descorazonador. Todo un año completo se resume en un jodido ruidito de cerradura. Clic. Y ya está, apaga y vámonos, que eso es todo amigos y sanseacabó.


Pero no. En realidad, ese clic tiene más sentido de lo que parece. Porque ese clic, ese sencillo clic, ese clic sin más pretensiones, ese clic que no se esconde bajo disfraces de ruidosos clocs, de pomposos clacs o de elegantes clucs, amaga en el fondo la sencillez de cuando todo encaja sin más, de cuando todo adquiere un sentido, de cuando las dos mitades del equipaje se unen. El desenlace éste y el comienzo aquel. La marcha y la llegada. El hoy y el muy anteayer, todo entrelazado en un solo clic.


Clic. Aquel avión despegando de Barcelona, con el horizonte matutino anaranjado por el sol y aguado por las lágrimas de la despedida. Clic. El recibimiento en Bogotá de Andrés con su cartelito de Efe en un aeropuerto caótico, que ahora no me lo parece tanto. Clic. Cuando en la primera noche explorando el barrio, a dos manzanas del hotel nos encontramos de repente con unos ventanales con el símbolo de la agencia, que tantos miedos, desafíos y sueños evocaba. Clic. Esos mismos miedos, desafíos y sueños que me ha tocado enfrentar cada día, con más o menos éxito dependiendo del caso. Clic. Bogotá la caótica, que ahora me parece la más plácida del mundo. Clic. Las noches con sabor a ron y aguardiente, a salsa y vallenato, a abrazos y sonrisas. Clic. Cata y Andrés. Clic. Los días de soledad, de demasiada soledad, en los que todo parecía más pesado, más lento y menos apasionante. Clic. Los viajes al Paraíso, esos en los que El Dorado deja de ser leyenda, en los que comes pescado en la orilla de la playa y saludas a la gente desconocida que se cruza contigo. Clic. Los partidos de fútbol de cada miércoles, la lluvia interminable durante meses y meses, mi primera casa independizado y el empezar a beber cerveza de forma habitual. Clic. Medellín, la que me enamoró. Clic. Echar de menos a mi familia, mis hermanos, mis amigos, mi perro, mi Barcelona y todas esas cosas a las que uno agrega el tan significativo posesivo "mi". Clic. Sentirme más catalán que nunca, más español que antes y más colombiano de lo que pensaba. Clic. Sentirme y aprender a ser periodista. Clic. Despedirme de lo que ha sido, sin duda, mucho más que mi nueva casa, mi nueva ciudad y mi nuevo país, y todas esas cosas de las que te sorprendes poniendo un posesivo delante, pues de repente ya las sientes tuyas para siempre. Y clic.


Ahora lo entiendo. Ese último ruido, el que cierra el círculo, es un sonido tranquilo, armónico. Siento tristeza por irme, pero al mismo tiempo estoy extrañamente tranquilo. Sé que he aprovechado la experiencia al máximo y que no puedo arrepentirme de nada, pese a que sé que todo está aún por hacer a esta orilla del mundo. Me voy, pero nunca acabaré de marcharme del todo. Porque, como diría Machado si hubiera sido becario de La Caixa, "Becarito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las mil Colombias ha de robarte el corazón". Cuál de ellas, es cosa tuya, becarioquemesustituye. Pero eso ya lo descubrirás por ti mismo, aunque puede que no lo hagas hasta el último minuto, cuando escuches, sin esperarlo, ese último, cruel, efímero y hermoso clic.



23 noviembre 2010

Un miércoles cualquiera

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Mi mundo se empezó a desmoronar un miércoles.


Era un día cualquiera, tranquilo, similar a cualquier otro. La mañana fue normal, sin más. Comí en casa, como muchas otras veces. Dormité durante media hora, una siesta corta, sin demasiados festejos. Merendé un habitual bocadillo de Nutella, no más cargado y denso que de costumbre. Nada parecía extraño. Pero no, porque todo iba a ser distinto a partir de aquel día. A partir de aquella llamada. A partir de aquel miércoles que solo parecía un miércoles cualquiera.


Uno acostumbra a creer que en la vida existen ciertas verdades intocables, dogmas irrefutables que nadie puede, y ni siquiera osa, cuestionar. Por ejemplo, que uno puede bañarse si no ha pasado un cuarto de hora desde que almorzó, sin que eso suponga un mortal corte de digestión. Algo también se puede evitar si, transcurrido ese tiempo, uno se remoja primero la nuca, después las muñecas y a continuación entra poco a poco al agua. También se acostumbra a decir que si uno aguanta la respiración y se queda totalmente inmóvil, esa maligna abeja asesina que está posada en tu brazo no te acribillará a picotazos (esa regla puede aplicarse a los Tyranosaurus Rex, algo que todos sabemos gracias a Jurassic Park, obviamente). O que los 30 son los nuevos 20, los 40 los nuevos 30, y la jubilación es la segunda juventud. O que si aparecen canas, significa que uno no se quedará calvo. Es definitiva, verdades universales que nos ayudan a vivir un poco más tranquilos, a no perder la esperanza, a dormir mucho mejor por las noches. Hasta que llegó aquel miércoles que parecía un miércoles cualquiera.


Fue una llamada, avisando del primer contagio. Al principio, no hubo más problemas. Sin embargo, mi mente empezó a atar cabos. A ver… uno, dos, tres, cuatro,… ¡mierda, mierda, mierda!. Una larga espera en urgencias, la primera desde que estoy en este país, confirmó los peores presagios. Estaba contaminado. Infectado. Corrompido. Apestado. Diez días de encierro en casa fue la sentencia impuesta por la doctora. Un cautiverio involuntario, separado del resto del mundo. Pero no es posible, dije yo, una y otra vez. ¡Soy inocente!. Pero las evidencias eran claras y contundentes, en forma de puntitos rojos. Tenía la varicela.


Sí, en efecto. Esa varicela que solo se puede agarrar una vez. Esa que, una vez la pasas, quedas supermegainmunizado de por vida, en ésta y en la siguiente. Esa varicela de la que es imposible que puedas volverte a contagiar. Una verdad como un puño. Un dogma incuestionable. Uno de esos en los que creía yo ciegamente hasta aquel miércoles que parecía un miércoles cualquiera.


19 noviembre 2010

Papá Dios

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Bebes otro trago y notas como el ardor se desliza por tus entrañas. 

El ron, ese sucio ron que corre por una sucia playa de una más sucia ciudad del caribe colombiano, dilata las pupilas de Miller y suelta su lengua, aquella que confiesa que una vez estuvo encerrada entre los barrotes de una cárcel por vete a saber qué razón. En realidad tampoco importa demasiado, pues todo parece un poco más liviano en comparación al aire nocturno que respiras, tosco, húmedo y cargado, convertido en plomo que se abre paso a marchas forzadas por tus fosas nasales. Incluso la arena es incómoda. Se engancha a tu piel como si fuera un parásito enquistado cuya vida depende de seguir unido a ti. 

Cuando consigues deshacerte de ella, un brillo llama tu atención, el resplandor de cientos de pedacitos dorados pegados a la palma de tu mano. Pero no es oro todo lo que reluce, no. Solo la pirita que nadie quiere, y que lucha por aferrarse al primero que pase por ahí, desesperada en su soledad. 

Y bebes de nuevo otro pesado sorbo.

A unos metros, una manada de perros corretea libremente por la orilla, al tiempo que Miller descarga su vejiga en dirección a las profundidades del Atlántico. Un cangrejo se agazapa en su agujero a toda prisa, huyendo de toda esa decadencia que solo el Caribe puede convertir en algo bello. Es un personaje curioso, este Miller. Guía turístico, es de esa clase de tipos de los que, en condiciones normales, seguramente te alejarías sin dudarlo. Pero no puede evitar enternecerte cuando te encañona con esa mirada inocente, casi como la de un crío que va descubriendo la vida a golpes y trompicones. Igual que cuando sonríe, de manera torpe y sin demasiados alardes. Como si fuera algo a lo que tampoco estuviera demasiado acostumbrado.

Miller habla. En realidad, habla mucho. Sobre Bolívar, sobre Santa Marta, sobre los indígenas que conoce, sobre los españoles buenos y malos que una vez pasaron por ahí, sobre alguna Historia cierta y sobre otra historia no tan cierta. También sobre cómo ha cambiado su vida y sobre su Papá Dios. Ese a quien atribuye el habernos encontrado, pues dice que somos personas de buen corazón. Ese que para él es medida de todas las cosas, regla general sin excepciones, explicación de todo lo que pueda ocurrir y solución a cualquier imprevisto que pueda surgir.

Insiste en que su Papá Dios nos acompaña, incluso cuando él no vaya a estar, y uno no puede evitar tomárselo a broma. Hasta que de repente, cuando una tormenta tropical se abalanza sobre nosotros para hacernos el camino imposible, unos supuestos amigos de Miller aparecen milagrosamente en lancha, salvadores ellos, para llevarnos a buen refugio y sin cobrarnos nada a cambio. O cuando un taxista intenta vaciarnos los bolsillos ante nuestra cara de occidentales despistados, pero de repente y de la nada, hace presencia una buseta, cuyo conductor nos advierte a tiempo del timo y nos transporta gratis. 

Y así una casualidad se sucede tras otra hasta que, en esta orgía de los azares, como si fuera la Capilla Sixtina de la fortuna, una familia de colombianos se apiada de nosotros, nos recoge en nuestro desesperado autostop bajo el sol, nos adopta durante un día, nos alimenta y refresca en una playa cristalina sin tener que pagar nada a cambio, y nos lleva casi literalmente hasta la puerta del hostal en sus enormes 4x4 de comodidad indescriptible. Es ahí, entonces, cuando uno recuerda las palabras de Miller acerca de su Papá Dios. Y se plantea si quizás… 

no, no, imposible… ¿Cómo iba a ser eso? -piensa uno incrédulo, entre risas.

Pero es al llegar al aeropuerto con el tiempo apurado cuando nos informan que hemos tenido suerte, pues nuestro vuelo sale con retraso y hemos evitado perderlo por poco.  Pura chiripa... o cosas de Papá Dios, quién sabe. Solo Miller lo sabe.

08 noviembre 2010

Un año

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23 de diciembre. Vuelo de Avianca. 13.50 horas. Aeropuerto Barcelona El Prat.


Punto final. O lo que sea que venga.






Post Scriptum: Este es el texto que había escrito en un inicio. Conciso y directo, sin rodeos, algo que raramente consigo en el blog. Estaba satisfecho, no quería más. Sin embargo, ha sido al buscar una fotografía que acompañara esas palabras, cuando me he encontrado de repente con el álbum de los primeros pasos en esta ciudad. No sé exactamente qué, pero algo ha crujido dentro de mí. Quizá fueron los recuerdos de aquellos primeros días en que cualquier cosa era sorprendente y hasta lo más horrible me parecía bello. Puede que fuera aquella sensación de pensar que todo estaba por delante, que un año era un infinito y un poco más allá. O tal vez fueran los sueños y los miedos de entonces. Esos -sueños y miedos- que se han ido cumpliendo, sin excepción, a lo largo de este año.


Un año. Se dice rápido. Tanto, que no me he dado ni cuenta.



*La fotografía es del primer día en Bogotá, buscando el Parque Simón Bolívar.

19 octubre 2010

Historias de Medellín: "Nunca entenderán"

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Grupo de casas de la Comuna 13, en la ladera occidental de Medellín



Fabiola apoya su arrugado rostro sobre la barandilla de su balcón y lanza un largo suspiro. A unos metros, su sobrino de tres años, Juan Camilo, un niño sonriente de cabeza enorme, juega plácidamente con un pequeño tractor abollado por los golpes contra el suelo. Ella le mira, tuerce el gesto y vuelve a repetir la misma frase con la que había interrumpido la conversación. Él nunca llegará a entender. Nunca.


En la Quebrada de Juan Bobo el atardecer no cae, sino que literalmente se derrumba. Desde las alturas, ese barrio de la comuna 1, en la ladera nororiental de Medellín, aparece como un conglomerado desordenado y caótico de piezas amontonadas, con calles que serpentean por la escarpada ladera con el único criterio de no saber a dónde se dirigen, a veces subiendo, otras torciendo, en ocasiones escalando y en la mayoría de casos rodando escaleras abajo en la dignidad humana. Cualquier recién llegado podría considerar que ese lugar es, sin duda, el fin del mundo. Y sin embargo, Fabiola vuelve a repetir lo mismo, entre susurros. Nunca entenderá. Nunca entenderán.


Ella sabe que Juan Camilo, y cualquier recién llegado, no comprenderá nunca cómo era sentir el hedor de las aguas residuales flotando calle abajo, expulsadas por desagües que vertían la mierda, sin remordimientos, sobre aquellas grotescas casas y esas vidas apiladas sin esperanza. O cómo era vivir en una casa hecha de tablas, hojalata y, con mucha suerte, con alguna pared de ladrillo que apenas se sostenía. O cómo se acumulaban los muertos, cada vez más jóvenes, que semana tras semana aparecían en cualquier esquina, como si aquel fuera el único futuro seguro para muchos de aquellos chicos, en un territorio pudrido por el narcotráfico. Un rincón del mundo inmundo, feo y horrible. De esas palabras se tiñe el recuerdo de esta anciana colombiana.


Pero mientras el día apura sus últimas horas, las farolas recién estrenadas empiezan a iluminar las ahora pavimentadas calles y la treintena de recién construidos edificios de vivienda social que se elevan entre las aún humildes, pero reformadas, casitas de siempre, cuyas cloacas ahora surcan el subsuelo, lejos de la vista de los habitantes del barrio. Fuera, el calor primaveral de la noche antioqueña invita a muchos vecinos a salir a sus balcones a charlar, mientras un grupo de chavales aprovecha los rayos de sol moribundos para montar un improvisado partido de fútbol en plena calle, esquivando a los paseantes.


Porque Fabiola sabe que de su recuerdo a hoy solo han transcurrido seis años. Por eso ella habla de milagro de Dios. Por eso ella no deja de mirar el barrio desde el balcón de su nueva casa, ensimismada, casi incrédula. Por eso ella sabe que ni Juan Camilo, ni cualquier otro recién llegado, serán capaces de entenderlo, por mucho que ella insista y se esfuerce en explicarlo una y otra vez, y las veces que haga falta. Aunque en realidad, mientras apoya su barbilla en el borde de su terraza, parece que fuera ella la que intentara acabar de comprenderlo del todo.



22 septiembre 2010

Ben

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Perquè avui és un d'aquells dies

en que qualsevol cançó de Ben Harper

és al mateix temps el remei i la malaltia,

potser de tot i probablement de res.


"Further along we just may

but for now it's just another lonely day"

canta repetidament una veu encongida,

tantes vegades que ja no sé on s'acaba


aquest dia solitari, tot just com qualsevol altre.




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