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Bebes otro trago y notas como el ardor se desliza por tus entrañas.
El ron, ese sucio ron que corre por una sucia playa de una más sucia ciudad del caribe colombiano, dilata las pupilas de Miller y suelta su lengua, aquella que confiesa que una vez estuvo encerrada entre los barrotes de una cárcel por vete a saber qué razón. En realidad tampoco importa demasiado, pues todo parece un poco más liviano en comparación al aire nocturno que respiras, tosco, húmedo y cargado, convertido en plomo que se abre paso a marchas forzadas por tus fosas nasales. Incluso la arena es incómoda. Se engancha a tu piel como si fuera un parásito enquistado cuya vida depende de seguir unido a ti.
Cuando consigues deshacerte de ella, un brillo llama tu atención, el resplandor de cientos de pedacitos dorados pegados a la palma de tu mano. Pero no es oro todo lo que reluce, no. Solo la pirita que nadie quiere, y que lucha por aferrarse al primero que pase por ahí, desesperada en su soledad.
Y bebes de nuevo otro pesado sorbo.
A unos metros, una manada de perros corretea libremente por la orilla, al tiempo que Miller descarga su vejiga en dirección a las profundidades del Atlántico. Un cangrejo se agazapa en su agujero a toda prisa, huyendo de toda esa decadencia que solo el Caribe puede convertir en algo bello. Es un personaje curioso, este Miller. Guía turístico, es de esa clase de tipos de los que, en condiciones normales, seguramente te alejarías sin dudarlo. Pero no puede evitar enternecerte cuando te encañona con esa mirada inocente, casi como la de un crío que va descubriendo la vida a golpes y trompicones. Igual que cuando sonríe, de manera torpe y sin demasiados alardes. Como si fuera algo a lo que tampoco estuviera demasiado acostumbrado.
Miller habla. En realidad, habla mucho. Sobre Bolívar, sobre Santa Marta, sobre los indígenas que conoce, sobre los españoles buenos y malos que una vez pasaron por ahí, sobre alguna Historia cierta y sobre otra historia no tan cierta. También sobre cómo ha cambiado su vida y sobre su Papá Dios. Ese a quien atribuye el habernos encontrado, pues dice que somos personas de buen corazón. Ese que para él es medida de todas las cosas, regla general sin excepciones, explicación de todo lo que pueda ocurrir y solución a cualquier imprevisto que pueda surgir.
Insiste en que su Papá Dios nos acompaña, incluso cuando él no vaya a estar, y uno no puede evitar tomárselo a broma. Hasta que de repente, cuando una tormenta tropical se abalanza sobre nosotros para hacernos el camino imposible, unos supuestos amigos de Miller aparecen milagrosamente en lancha, salvadores ellos, para llevarnos a buen refugio y sin cobrarnos nada a cambio. O cuando un taxista intenta vaciarnos los bolsillos ante nuestra cara de occidentales despistados, pero de repente y de la nada, hace presencia una buseta, cuyo conductor nos advierte a tiempo del timo y nos transporta gratis.
Y así una casualidad se sucede tras otra hasta que, en esta orgía de los azares, como si fuera la Capilla Sixtina de la fortuna, una familia de colombianos se apiada de nosotros, nos recoge en nuestro desesperado autostop bajo el sol, nos adopta durante un día, nos alimenta y refresca en una playa cristalina sin tener que pagar nada a cambio, y nos lleva casi literalmente hasta la puerta del hostal en sus enormes 4x4 de comodidad indescriptible. Es ahí, entonces, cuando uno recuerda las palabras de Miller acerca de su Papá Dios. Y se plantea si quizás…
no, no, imposible… ¿Cómo iba a ser eso? -piensa uno incrédulo, entre risas.
Pero es al llegar al aeropuerto con el tiempo apurado cuando nos informan que hemos tenido suerte, pues nuestro vuelo sale con retraso y hemos evitado perderlo por poco. Pura chiripa... o cosas de Papá Dios, quién sabe. Solo Miller lo sabe.