30 junio 2010

Se me callan las palabras

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Odio cuando sonríes,

porque de inmediato

y sin remedio posible

se me callan las palabras.





Pintura: "Madonnina", David Lara (San Gimignano, 2002)

18 junio 2010

Guerrero


Cuenta que esa pesadilla se le ha repetido ya varias veces. Que yace entre el espesor de la jungla, en el frente de batalla, mientras el caos campa a su alrededor. Que el enemigo está cerca, pero su arma, su ametralladora, su seguro de vida, no responde. La desmonta, la revisa y trata de arreglarla a marchas forzadas mientras el tiempo se le agota, con el enemigo y la angustia rodeándole. Pero por mucho que lo intenta, su arma sigue sin disparar. Una y otra vez, el mismo sueño repetido a su antojo, como reposiciones de una mala película que se proyectan macabramente simplemente cuando a ella más le apetece. Asegura que no es el único al que le ocurre, que otros oficiales "viejos" como él, que apenas llega a los cuarenta, han tenido exactamente el mismo sueño acongojante. Que la guerra, aunque a él no le gusta llamarla así para no darle al enemigo un estatus que "no se merece", acaba regresando de la manera más inesperada, pasando factura hoy en forma onírica, mañana en secuela física, como cuando la espalda se le agarrota de repente hasta dejarle paralizado o cuando sus tímpanos pierden progresivamente audición por aquella mina que le explotó tan cerca que casi mató a su propia sombra. Recuerda, como mofándose de sí mismo, que se unió al Ejército a los 16 años cuando, aún adolescente, dejó atrás sus intenciones de estudiar Medicina para abrazar aquel "casco" que tanto le atraía. Y aunque admite que era un iluso que entonces "no sabía ni que existían los grados", lo que sí sabe ahora es que eso se ha convertido en su pasión, que ha sido su única vida y lo será hasta su muerte. Una muerte que, mientras tanto, le va cobrando intereses por adelantado, sonriendo en silencio en el espesor de esa jungla entre sábanas, disfrazada de pistola encasquillada en una pesadilla que se frota de manos y se carcajea cada vez que a él se le empiezan a cerrar los párpados en el más inocente de los sesteos.




La imagen es de Mauricio Dueñas (Agencia EFE), durante el despliegue del dispositivo militar en Bogotá y alrededores para las elecciones presidenciales 2010. Otras fotos, aquí, y el vídeo, aquí

10 junio 2010

Limpiabotas

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Viste un mono azul, desgastado y tristemente desaliñado. Intento mirarle los ojos en varias ocasiones pero, desde mi posición elevada, su vieja y deformada gorra solo deja entrever algunos mechones de pelo grisáceo, a juego con una descuidada barba. Sus dedos, ennegrecidos por el betún, se mueven casi a velocidades supersónicas creando una difusa acuarela oscura de movimientos espasmódicos, solo rotos por una tos carraspeante que le obliga a encorvar más su figura. Una silueta triste, desvencijada en cada centímetro de su cuerpo, menos en una de sus partes: los zapatos.


Limpios. Bellos. Relucientes. No son unos zapatos caros, todo lo contrario. Más bien diría que merecen una jubilación anticipada por acumulación de pasos y penas en la vida. Pero sin embargo, me doy cuenta que no tienen ni una sola y diminuta mancha. Ni un gris o un marrón que rompa un negro perfecto, liso e incorruptible. Es curioso que ese hombre, que parece que hiciera ya mucho tiempo que su aspecto no le genera demasiados quebraderos de cabeza, quizá porque ya no cabían más preocupaciones en sus bolsillos, exhiba en cambio tal belleza en sus talones. No es para menos. De ello depende su sueldo y su sustento.


Ese limpiabotas, cuyo nombre no importa en esta historia, pues a su alrededor se acumulan casi una docena de iguales, que se multiplican en cada plaza de esta ciudad sin fin, no levanta la mirada en ningún momento de mi cuarenta y seis. No soy yo persona de sentarme a que me lustren las alpargatas, pues en el fondo me produce una sensación de incomodidad con reminiscencias al Amo y su vasallo. Pero aquí, en Bogotá, no es algo tan extraño, y mis zapatos suplicaban a gritos recuperar algo de autoestima. Así que, casi obligado, me senté en su humilde trono acolchado y, bajo una sombrilla de colores, observé atentamente y en silencio durante casi un cuarto de hora cómo aquel hombre rejuvenecía mi calzado.


También miré a aquellos gentilhombres cercanos a mí a los que otros desvencijados limpiabotas retornaban la dignidad a su caminar. En sus miradas y sus gestos podía observarse lo rutinario de aquella acción, como si los lustradores fueran ya invisibles para ellos. Puede que fuera por mi posición de primerizo en la cuestión, pero me dediqué a escudriñar a la persona que se agazapaba a mis pies. Si no me hubiera fijado bien, hubiese pensado que en realidad quería acabar el trabajo rápido y tampoco se detenía a adecentar mis botines con demasiada precisión. Y en efecto, hubiera estado totalmente equivocado. Cuando mis ojos se acostumbraron a la rapidez de sus movimientos, fue casi como si el tiempo se detuviera, y entonces lo vi claro. Aquel hombre, aquel artesano del betún, acariciaba la piel de mi zapato como si de una amante se tratara, y la halagaba con las palabras más bellas y los gestos más exquisitos. Cepillaba sus arrugas como si de un anciano enamorado de su esposa se tratara, limpiaba sus asperezas como el hijo más agradecido, y limaba sus contornos desgastados hasta tornarlos tan perfectos como el pompis de un querubín alado. Tan bien lo hizo que, al final, mis zapatos se sonrojaron, pero no como lo hacemos las personas, sino como lo hacen los mocasines nuevos y coquetos, tiñendo sus mejillas de un elegante e impecable negro luminoso.


Me di cuenta, entonces, que quizá no eran mis zapatos los únicos que hacía demasiado tiempo que lucían tristemente desgastados y deshilachados, sino que puede que yo mismo llevara ya demasiado tiempo raído por dentro, pero sin hacer nada por deshollinarme. Y fue entonces cuando decidí que ya era hora de buscar un limpiabotas para mi propia alma en la plaza más próxima y lo antes posible. Ya tocaba.

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