31 enero 2010

Primavera

Se mira al espejo y se examina desde todos los ángulos posibles, y vaya si se gusta. Atrás quedan los complejos de una adolescencia complicada, marcada por el incipiente acné del cártel de la droga más temido de toda América Latina; salpicada por una rebeldía incontrolable que la situaba al frente de las ciudades más peligrosas del mundo; y desvirtuada por los horribles cambios en el tono de voz, causados por las luchas entre narcotraficantes, paramilitares, guerrilleros y sicarios. La menos indicada, en efecto, para ser invitada al baile de fin de curso.


Siete años después, los defectos y miedos han dado paso a las virtudes y la confianza en sí misma. Ahora se quiere. Sabe quién fue, no lo olvida, ni lo hará nunca. Pero tiene mucho más claro hacia dónde se dirige. Y avanza con paso firme. Lo hace apostando por la modernidad, por el diseño, por la estética. Y madura ordenadamente, sin olvidar su identidad. Mezclando el brillante cristal del futuro con el frondoso verde de sus raíces. Con modernos edificios que luchan por ser los primeros en acariciar las nubes, sin despegarse de los árboles tropicales que crecen a sus pies. Y entonces se mira de nuevo. Y se gusta cada vez más. Porque Medellín es por fin lo que no debió dejar de ser. Más que nunca, la Ciudad de la eterna primavera.



17 enero 2010

[Mi] Cama

[7.30 A.M. Casa]

Subo la cuesta de la calle 61, desde la Séptima. No sé cuántas veces habré hecho este recorrido en los últimos días, pero en cada uno de los ascensos me dejo la vida. No es que sea una pendiente exagerada, pero empiezo a ser consciente de los estragos de la altitud en cualquier mínimo esfuerzo. Esta vez es distinta, sin embargo. Asciendo reconfortado, ilusionado, nervioso. El Señor León me recibe tras la puerta del 305, mientras observo desordenadamente a mis nuevas puertas vecinas. 304...301...303...y 302. Paso la puerta y noto el olor a pintura. Eduardo, un manitas de aquellos que resulta entrañable, termina la instalación de las cortinas. Revisamos hasta el último tornillo del más escondido rincón. Últimas firmas, pago en efectivo, primera factura y apretón de manos. Y todo finaliza con el tintineo de las llaves de mi nuevo Hogar.


[11.30 A.M. Palacio]

Bajo del taxi cargado con cámara y trípode, acompañado de Juan Manuel, el becario de deportes. Alzo la vista lo más que puedo para tratar de captar el mastodóntico edificio del Banco Santander, una fortaleza acristalada en la que me espera mi primer encuentro con la corte periodística colombiana. No falta nadie. Todos los medios de aquí y de allá. Pleno de personalidades. Diría incluso que el contingente de azafatas es exagerado. Nadie quiere perderse la visita de su Balompédica Majestad. Pese a estar rodeado de cámaras paquidérmicas, consigo colocar mi camarita de Efe en una perfecta posición. La llegada del astro Rey se retrasa. Ya se sabe que las cosas de Palacio van despacio. Hasta que por fin aparece y lo hace a lo grande, en mitad de una enorme ovación. Pelé se hace querer, responde a todas las preguntas con generosidad, ofrece titulares jocosos, pero da también contenidos nutritivos. Pese a que pido turno de pregunta desde el inicio, el jefe de prensa se hace el sueco de tez morena. Decido contraatacar y levanto el micro de la agencia, y cuando el colombosueco divisa el logo, todo cambia. En menos de dos minutos, el Dios del Fútbol me mira fijamente mientras le hago mis dos preguntas y me marco disimuladamente un tembleque de piernas espectacular. Nunca una deletreada letra estampada en azul y blanco sobre un micrófono supuso tantos sueños cumplidos.


[18.00 P.M. Hotel]

Sentado en la cama de la habitación del hotel, cuelgo en el ordenador las fotos de un sueño cumplido, mientras engullo una hamburguesa Ranchera comprada en la esquina de mi calle y celebro la goleada del Barça al Sevilla contada por un par de argentinos melódicamente insoportables. Unas horas más tarde, solo sé que miro sin demasiada atención una película sobre un meteorito destructor, hasta que me quedo dormido, o despierto, o no sé muy bien en cuál de ambos estados. Miro al vacío y pienso en varios colores, los que ahora pintan mi vida de forma inesperada y que no quiero que desaparezcan. Y duermo. Y sueño. Y al final no sé si sueño o pienso, o todo al mismo tiempo. Y acabo escribiendo estas líneas, tras comerme unas patatas frí(t)as y un bote de aceitunas. Es la última cena en el lugar que me ha acogido durante dos semanas. No puedo evitar pensar que mañana estaré en una nueva cama. Mi cama. La que he estado esperando con tanta ansia desde que llegué a esta ciudad.

15 enero 2010

Rock Band

Ver a un candidato a la presidencia de Colombia sentado en uno de los asientos traseros de su Land Rover y sosteniendo durante todo el viaje una camarita de EFE, trípode incluido, resulta, por lo mínimo, una imagen cómica para un becario condenado a cargar eternamente con ese chisme más propio de una boda familiar de bajo presupuesto. Ahí está Sergio Fajardo, ex alcalde de Medellín, agarrando la cámara de vídeo como si se tratara de un periodista principiante que se dirige a su primera cobertura y la vida le fuera en ello. Esbozo una sonrisa y miro al frente, donde el asiento del copiloto está ocupado por un oficial de policía perfectamente ataviado con su traje de gala, de mirada tan recta como la raya de su pantalón. Extraño cuadro, pienso. Estoy sentado junto a un clon de Julio Iglesias en versión político, en un 4x4 conducido por un guardaespaldas con aspecto de vendedor de Tecnocasa y un policía con traje de comunión. Parece un chiste de Eugeni.


En una entrevista minutos antes, Fajardo, profesor universitario de Lógica Matemática, detallaba su fórmula para combatir el peor de los males de este país que me acoge, en una operación a priori simple, basada en la "transformación social a través de la educación", restando violencia y sumando oportunidades. Dicho así suena fácil, aunque nunca se me dieron bien los números. Mi mente llega a la conclusión que la ecuación parece linda, aunque llegar a despejar las incógnitas puede resultar mucho más complicado de lo que parece. Sin embargo, de Fajardo me conquista su claridad en la expresión, y su discurso pausado y sensato, en un continente donde nada parece razonado y razonable.


Y mi primer día laboral finaliza tras pasarme toda la tarde editando imágenes de un futurible presidente que reparte panfletos en plena Avenida Chile, estrecha centenares de manos sudadas pero ilusionadas, o persigue cómicamente a ancianas -en una escena más propia de Benny Hill- que le confunden con un engorroso encuestador callejero. Cuando abandono la redacción con una enorme mochila de satisfacción a mis espaldas por un día provechoso, no puedo evitar pensar en una situación que viví hace aproximadamente una semana. Tras detectar un error en una tarjeta de telefonía que adquirimos en la Panamericana, una especie de FNAC a la latinoamericana, volvimos al establecimiento a última hora de la tarde para que nos solucionaran el problema. Fue entonces cuando descubrimos que los empleados del local, ante la ausencia de clientes, aprovechaban las últimos suspiros de su jornada laboral para jugar a videojuegos de la tienda, frente a pantallas panorámicas de precios desorbitados. Y ahí estaba el encargado del establecimiento, un tipo aparentemente agrio, pero que lejos de regañar a sus subordinados, esperaba su turno para convertirse en un guitarrista de metal duro en el videojuego Rock Band. Y mientras recupero ese recuerdo, pienso que realmente soy un tipo con suerte, que no tiene que esperar al final de su jornada de trabajo para encontrar un pequeño rincón de diversión. Un afortunado, por haber escogido una profesión en que las partidas son ilimitadas, cada día acumulas bonus y miles de puntos, y cuyo Game Over no son más que las horas en las que uno abandona la redacción para volver a casa, hasta volver al día siguiente y recuperar la partida guardada. Realmente, cada día me gusta más este juego.

13 enero 2010

Supuestamente

La semioscuridad de un restaurante italiano les sirve de improvisado punto de reunión. En una calle demasiado transitada bajo la luz del Sol, pero perfectamente anónima cuando el día ya apura sus últimas horas, esa pizzería casi vacía supone el perfecto enclave para que cinco sombríos personajes decidan los destinos de un país sin que nadie sospeche, con sus todoterrenos en la puerta y guardaespaldas aposentados en la entrada del local. "Tenemos el apoyo de nueve diputados de la Asamblea", susurra una señora de exagerado aire burgués a los cuatro hombres que la rodean. El más corpulento de ellos, que luce una presuntuosa americana sobre una camiseta demasiado ceñida, lleva la iniciativa de una conversación a la que a ratos se añade también una voz desde el altavoz del teléfono. "Yo le garanticé a Àlvaro (el presidente Àlvaro Uribe) que le ayudaría con la Cámara, pero él a cambio tendría que moverse en el Senado", detalla, mientras un tercer hombre, desgarbadamente estirado sobre su silla, añade al cabo de un rato que "depende de Santos (ex ministro de Defensa colombiano); sin Santos no es nadie". Las conspiraciones se ajetrean a un ritmo frenético, a veces comprensibles, otras en susurros imperceptibles. "Apostaríamos por un hombre del partido (...), en la universidad tenía los mejores porcentajes de votos", dice la mujer. "¡Pues podría seguir estudiando!", replica con sarcasmo otro de los componentes del grupo. "Ya he hablado con el ministro", se oye al cabo del rato. Todo bajo la mirada de un quinto hombre, de un cierto aire pijo-intelectualoide, a los que el resto se dirigen como "diputado". Interviene poco, observando en silencio, sin perder detalle de un parloteo supuestamente velado por el secreto de un restaurante de una calle apenas transitada, de un local casi vacío en su totalidad. Si no fuera por esos una pareja de turistas españoles que cenan a menos de cinco metros, supuestamente demasiado centrados en su helados de tres sabores. Supuestamente, aburridos el uno del otro en unas vacaciones a Colombia. Supuestamente, ajenos a sus maquinaciones. Supuestamente...



(Tres todoterrenos y otros tantos guardaespaldas flanqueaban el lugar de los hechos)

11 enero 2010

Un colirio urbano

No esperen velitas. Ni siquiera un pastel. Tampoco habrá regalos, ni fiesta, ni confeti ni, mucho menos, invitados de caché. Nada por todo lo alto. Muy al contrario. Me rodea una decoración añeja, unas maletas aún sin deshacer y un sucio plato en el que acabo de comerme un exquisito combinado casero de atún de lata, olivas rellenas, salchichas envasadas y mayonesa en sobre, todo acompañado de un excelente Manantial Agua 1oo% Natural adquirido en el supermercado de la esquina. Delicias turcas para celebrar mi primer aniversario en Bogotá. Y es que hoy cumplo una semana en la otra orilla del mundo. Está bien, reconozco que tampoco es para tanto. Pero qué quieren que les diga, a mi me parece que llevo una eternidad en una ciudad que, conforme los días pasan, me gusta más y más.


Ya empiezo a llorar como un crío. No saquen conclusiones precipitadas. No es que la tristeza me aturda en esta celebración de andar por casa. Desde hace días, mis ojos han dicho basta a la contaminación que campa a sus anchas en muchas partes de esta megaurbe, y que es vomitada por los miles de coches, motocicletas, busetas, camiones, taxis y autobuses que serpentean entre los vetustos edificios. Si a eso le sumamos que la ausencia total de lluvias en el último mes provoca que el ambiente se perciba denso y cargado, y que me he pasado cinco días recorriendo a pie la ciudad durante largas horas en busca de un piso que arrendar, no es de extrañar que mis rojizos ojos se hayan declarado en huelga indefinida y que mis glándulas lacrimales, piqueteras ellas, hayan iniciado un boicot de producción, abriendo las puertas de la presa de los lloros de par en par. Menos mal que un colirio suministrado por una guapa farmacéutica parece haber dado una leve tregua a las encendidas iras de mis empantanados globos oculares, que miran al cielo rogando que, de una vez por todas, se decidan a caer esas deseadas lluvias limpiadoras que inunden al fin una ciudad ahogada en la sequía. Unos aguaceros que supongan un colirio urbano para sanear el pesado aire que me envuelve y que enjuague unos ojos que parecen convertidos por momentos en piscinas olímpicas del sollozo.



(El hipocondríaco autor de este blog, aplicándose colirio mientras muerde un bolígrafo para afrontar
el insoportable dolor de la operación que pretende llevar a cabo)

09 enero 2010

El cuarto de las ratas

"Aquí es, señor. Calle 67 con la Carrera 1", nos avisa el taxista mientras nos indica la tarifa a pagar. No sabemos si nos está cobrando de más por ser guiris, pero el precio resulta tan irrisorio que decidimos que dejarnos pseudotimar por un día tampoco hará mal a nadie. Bajamos del coche y miramos a nuestro alrededor. La parte alta de Rosales, barrio encantador entre los encantadores, resulta aún más encantadora si uno se encuentra justo bajo los verdosos Cerros, en la primera carrera, rodeado de casas de alto nivel adquisitivo que uno sospecha fuera del alcance de su sueldo becarial.


Tras superar el primer control de un guarda de seguridad probablemente demasiado aburrido, Hugo Rodríguez, empalagoso agente inmobiliario posiblemente demasiado engominado, nos acompaña a través de un pasillo sencillamente demasiado bonito, para enseñarnos ese apartamento amueblado en la parte más alta de Rosales, que nuestro cabellopastoso vendedor arrendaba por un millón quinientos mil pesos, unos seiscientos euros. Un chollo, vamos.


Os juro que nunca había visto pasar mi vida por delante de mis ojos hasta entrar en esa casa. Y digo casa por definirla de alguna manera. Un salón con un enorme sofá y dos sillones es flanqueado a mi lado izquierdo por una mesa de comedor de diseño, mientras que el enorme ventanal ilumina una sala contigua -"el estudio"-, que bien podría ser la envidia del mismo despacho Oval, con una gigantesca mesa presidencial recién barnizada. La habitación principal y la de invitados hacen el resto y acaban de noquearme, mientras los dos amplios baños me sueltan sendos derechazos en el costillar. "Seiscientos euros!!!", pienso, hasta que descubro que la cocina dispone de un subcuarto en el que podría caber la habitación de mi casa en Barcelona, y más aún cuando evidencio que ese subcuarto dispone de otro subsubcuarto para escobas y fregonas, en el que podría colocar la habitación de mi casa en Barcelona y las de mis hermanos, con ellos dentro y con todo su grupo de amigos al completo.


Me tambaleo de nuevo en busca de mi cerosocapilar arrendatario, en una especie de éxtasis onírico, que se rompe súbitamente cuando descubrimos que el millón quinientos mil pesos eran en realidad millón ochocientos mil (Zas!), en el que no se incluyen la administración (Pounch!) y al que debe sumarse agua, gas y teléfono (Dish!), además de dos avaladores con propiedad en Colombia (Plas!). Cada palabra se convierte en un golpe directo a la mandíbula, hasta que me dejo caer sobre la lona y bajo rodando por la calle al salir de esa Mansión, en busca de una carrera que sobrepase los dos dígitos, ladera abajo. Los Cerros son bonitos, sí, pero creo que por el momento, aprenderé a disfrutarlos de lejos. Dicen que mejoran desde la distancia. Será cuestión de conformarse. Aunque yo me contentaba con aquel subsubcuarto para fregonas y escobas. Un lugar para sentirse como en casa. Al menos por sus exageradas proporciones. Al menos para guardar mis fregonas. Al menos para sentirme el niño más afortunado del mundo por ser castigado en el cuarto de las ratas.

06 enero 2010

El frasco de los contrastes

Camino calle abajo, mientras un torrente de gentío me arrastra entre suelos que se agrietan a cada paso, paredes que supuran mugre, coches que escupen una densa humareda y un ensordecedor concierto de cláxones, reclamos de vendedores ambulantes y música salsera a todo trapo. Y sin embargo, esta ciudad no deja de parecerme bella, a su manera. Tres días llevo en esta megaurbe de ocho millones de habitantes, en la que caminas durante dos horas y apenas has salido de tu barrio, y aún no soy capaz -ni creo que lo seré- de poder encontrar una manera adecuada de definirla. No podría decir que es bonita, pues no se corresponde para nada a nuestros cánones occidentales de belleza urbanística. Aún así, es ese caótico cuadro que entremezcla los más bruscos trazos con las más lindas pinceladas lo que la hace apasionante.

¿Qué es, Bogotá?, me pregunto constantemente. Miro a un lado, y veo que Bogotá quizá es la tranquilidad de Chapinero, mientras compro dos libros de Benedetti en un mercado junto a la plaza de la Iglesia de Lourdes, un lugar en que hasta los omnipresentes policías parecen haberse tomado una ronda de placidez por cortesía de la casa. Pero giro la vista y me dejo llevar por el desorden de la Avenida Jiménez, en la que los edificios se aguantan por gracia divina, y uno empieza a pensar que Dios abandonó hace mucho tiempo algunos lugares de esta ciudad. O es la carrera 63, en la que una densa marabunta de peatones serpentea entre comercios y restaurantes, mientras trato de esquivar coches, taxis y las miles de busetas que colorean las grises calles y carreras que cuadriculan una ciudad sin geometría. Y me dejo perder por Rosales, un Londres tropical en el que todo ruido parece haberse esfumado y el tiempo decidió detenerse por momentos, y donde la vida parece incluso más bonita. Y desemboco en la frenética Avenida Chile, cuyos acristalados edificios rasgan el cielo, mientras son sorteados por diminutos y acelerados ejecutivos, celulares en mano, que parecen no tener tiempo alguno para levantar la mirada de sus agendas electrónicas y observar los imponentes y frondosos Cerros que coronan una ciudad tres kilómetros más cerca del Sol, y en la que todo caos parece perfectamente ordenado.


Dios abandonó esta ciudad hace mucho tiempo. Seguramente, cuando en un momento de despiste volcó sin querer el frasco de los Contrastes y huyó corriendo, al ver el destrozo inconexo que había creado. Un destrozo en el que ahora chapoteo con mis infantiles botas de lluvia, y que temo que acabe gustándome demasiado, mientras Benedetti me da las buenas noches con una sonrisa de soslayo, por mi más que incipiente y precoz enamoramiento en una noche navideña de verano.


03 enero 2010

Coloreando mi adiós

Blanco. Mientras me coloco el cinturón de nuevo y recojo mi bolsa de mano, echo la vista atrás e intuyo sus caras a lo lejos, tras el control de seguridad. Ahí están ellos, despidiéndome con aspavientos y sonrisas en la cara, quizá lágrimas en los ojos, que no llego a intuir. Lanzo un último beso al aire, mientras trato de retener esa fotografía, y me sumerjo en una amplia y luminosa Terminal sin fin, como si la luz no estuviera al final del túnel, sino en el mismo recorrido que ahora empiezo.


Gris. Asiento 15A. Ventanilla. Una pareja de argentinos sesentones se levanta para dejarme acceder a mi asiento, y el hombre, canoso, corpulento, de voz melódica y amable, me aprieta el hombro y bromea: "¡Te estábamos esperando! Te hemos reservado tu sitio, chico!". Sonrío, no demasiado, mientras los motores empiezan a rugir y el avión se desliza suavemente por la pista, como si quisiera alargar esos últimos segundos en (mi) tierra. Miro el cemento gris, desgastado, a ratos agrietado, hasta que algo a lo lejos consigue llamar mi atención. Me pongo las gafas y entonces vislumbro en la lejanía la montaña de Montjuïc y su castillo, erigiéndose altiva sobre el puerto de Barcelona. Y no aparto la vista de ese paisaje, ni tan solo cuando el avión inicia su frenético sprint hacia un horizonte cargado de nubarrones .


Naranja. Mientras un surco de lágrimas empapa mi cara, las imágenes, los recuerdos y los momentos se entremezclan en mi cabeza como si de un adolescente collage se tratara. Aunque el avión se eleva y se aleja, sigo mirando esa montaña, ese castillo, ese puerto, esos escenarios que me anclan a mi vida de siempre. No hago más que mirar atrás, temeroso, casi minusválido de valentía. Hasta que un rayo de luz tiñe el costado del avión, mi ventanilla y parte mi rostro en dos hasta casi cegarme. Justo en el lado contrario a la costa, un precioso Sol anaranjado amanece entre aquellas nubes que lo ocultaban. Ya no lloro. De repente, toda esta historia que inicio empieza a parecerme mucho más clara.

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