13 agosto 2010

Trampas para pájaros


Hace cuatro años, el cáncer carcomía a mi abuelo. Ya hacía tiempo que esa enfermedad le había ido apagando la vida, quitándole poquito a poco lo que había sido. Una noche de verano, tras horas dando vueltas interminables en la cama e incapaz de poder conciliar el sueño, me senté a escribir, aunque hoy, cuatro años después, más bien diría que simplemente me puse a vomitar como un desesperado. Una purga de miedos, lamentos, tristezas, impotencias e iras contra el mundo. Expulsé todos esos sentimientos estancados que había guardado durante demasiado tiempo dentro de mis pensamientos, escondí este texto y, entonces, cerré los ojos y pude dormir. Aproximadamente diez días después, la vida de mi abuelo dijo basta. Solo entonces me decidí a dejar leer a otra persona aquello que había escrito únicamente para desahogarme en una noche de verano sin sueños. En su entierro, fue la lectura que le despidió.


Hoy, una persona muy especial para mí se enfrenta, indirectamente, a una situación parecida a la que pasé entonces. Quizás le sea útil este texto. Puede que no. No es un escrito optimista, y aunque lo pueda parecer en muchos momentos, tampoco es lo contrario. En todo caso, para ella son estas palabras, las que en aquel momento tan complicado de mi vida sentí y guardé, aunque no olvidé.





Hace unos días, mientras me encontraba rodeado de instantáneas de momentos inolvidables, de sonrisas eternas y de juventudes pasadas, me di cuenta que la vida pasa veloz.


Sentado en la cama de mis abuelos, observaba álbumes de fotografías, algunas más recientes, otras de un tiempo en que yo aún no era ni un atisbo de imaginación. Imágenes de personas jóvenes que ahora se consumen, de perspectivas y esperanzas, de recuerdos que en aquel momento eran ilusiones. Mientras miraba esas fotos, mis pensamientos circulaban curiosos alrededor de frases como "mira qué joven el iaio", "qué guapa era la iaia" o "¡Dios, mi padre con pelo largo!". Un pasado que ahora se detiene en mí, pero que continuará en mis hijos y sus hijos, que algún día mirarán imágenes de mi juventud presente, fotos que me hice ayer con mi novia, pero que dentro de unos años formaran parte de algo que fui, de algo que viví.


Bajo al comedor donde se encuentra mi abuelo, débil, consumiéndose por ese mal que recorre los rojos torrentes de vida, y que ahora le ha restado su fuerza para convertirle en alguien sin esperanza. Mi abuela está triste. Siempre ha sido una mujer fuerte, una gallega de Viveiro, Lugo, forjada en el trabajo y en la dedicación diaria, pero que ahora ve que la persona con la que siempre ha estado ha cambiado, y no voluntariamente. Le comprendo, pues yo también estoy triste. Miro a mi abuelo y no asimilo la realidad. Aún continúo viendo a ese hombre de setenta y pocos, vital, activo, amante de las maquetas, de su querido sufrimiento azulgrana, siempre con su diario Sport en la mano, siempre con su cuidado jardín, sus flores, sus plantas, sus conchas, su Barceloneta y su mar. Veo en él al trabajador del puerto que fue, al joven que un día se enamoró de una guapa gallega que servía en la casa en la que él trabajaba, al hermano que perdió a uno de sus iguales, al catalán que se siente eternamente orgulloso de su tierra y al fumador incansable de esos puros que parecían eternos e inagotables.


Me siento a su lado.


Él mira al vacío, pensando en nada, quizás en todo esto. Le acaricio la rodilla y él me sonríe. Mi mirada se pierde entonces en ese jardín floreado de verano, en esos pétalos de tono lila que tantas veces mis hermanos y yo hemos hecho caer mientras pateábamos un balón en finales a vida o muerte que hacían enfurecer a mi abuela por esos disparos ruidosos contra la puerta metálica, que ya no era puerta, sino portería de un estadio eufórico, bajo la sombra del limonero que hacía a su vez de portería contraria. Mientras observo esas plantas, aparece un recuerdo de niñez: las trampas para pájaros que mi abuelo me enseñó a hacer, y que cada día repetíamos para después soltar esos animales que cada día eran distintos, al mismo tiempo que saboreábamos el placer de haber cazado temporalmente a unos pajarillos insensatos que caían en nuestra pequeña trampa rudimentaria. Tras explicar ese recuerdo a mi abuelo, él respondió con un "sí... hemos hecho muchas cosas...", al mismo tiempo que bajaba la mirada. "Y las que nos quedan por hacer, ¿no?", le pregunté, mientras él asentía a modo de respuesta.


Ahora pienso en esas fotos. Algún día yo miraré mis propias fotos, mis propios recuerdos, esperanzas y felicidades retratadas, sinceras o fingidas. Y mi preocupación es si ese día, mientras observo lo que fui, sentiré si mi vida ha valido la pena, si la he aprovechado lo suficiente. La vida es fugaz, y cada momento que pasa es irrepetible. Nos pasamos los años preparándonos para el futuro, forjándonos para el mañana, sin pensar que quizás mañana miraremos atrás queriendo volver a recuperar esos segundos de nuevo. En el fondo son miedos. Miedo a crecer, temor a cambiar. Miedo a que mi vida quizás no sea lo que esperaba, a que las cosas no salgan bien. Miedo a que todo lo que he conocido desaparezca, sin saber que es lo que le sustituirá. Hasta ahora mis abuelos siempre han estado en mi vida, han sido algo normal, una pieza más del puzzle de mi cotidianidad. Pero ahora que una de las piezas se escapa, no logro entender cómo será el futuro, cómo será ese momento en que yo hable de mi abuelo como algo que fue, y no como alguien a quien mañana puedo llamar por teléfono. En qué momento se convertirá en fotografía y no en persona, en la que su voz será un recuerdo y no una realidad. Y no logro comprender cuando también serán recuerdo mis padres, o uno de mis hermanos con los que me habré convertido en adulto y crecido con ellos, o mi compañera a la que habré amado, o mis amigos con los que me habré ido arrugando, o yo mismo, el día que sienta que mi vida se escapa y que este mundo ha cambiado demasiado para un viejo que nació en el anticuado siglo XX.


No logro entender ese día ni ninguno, ya que es algo imposible de hacer. Ahora por primera vez he sentido algo parecido, pero ni siquiera en este momento soy capaz de asumir esta situación. Ni aún llorando todo lo que he llorado, sufrido lo que sufrido y he visto sufrir a mi padre. Ni creo que lo comprenda en el momento exacto en que pueda ocurrir el día en que mi abuelo pase a ser fotografía, imagen y recuerdo. Lo aceptaré como ahora lo acepto, como ahora miro a mi abuelo, con perfecta calva donde antes había un pelo que moría en las entradas de su frente, con esas piernas delgadas donde antes habían las rodillas de un viejo que fue futbolista y que aún disfrutaba disparando a esa puerta que es portería, a ese limonero con punto de penalti, mientras mi abuela nos gritaba y le gritaba a él también, pues el viejo era niño; con esa mirada vacía donde antes habían unos pequeños ojos profundos, dos puñaladas en la cara, que yo he heredado; con esas manos ahora débiles, que antes habían construido ciudades enteras en miniatura, pueblos encogidos y embarcaciones de maravilla que nunca llegaban a su pequeño mar; con ese cuerpo antes ligeramente barrigudo y hambriento de las buenas comidas de su esposa, que ahora solo pierde tamaño, mientras pierde el hambre y pierde el alma; con esa voz que antes discutía con mi padre de nimiedades de forma acalorada, y que ahora solo atisba a hablar sin fuerza, sin tono, como si cada palabra se erigiera en un esfuerzo enorme.


Antes mi abuelo bajaba cada día a su sótano, su cuartel general. Esa cueva dónde podías encontrar libros de épocas pasadas, maquetas que ocupaban estanterías y mesas enteras, esa escopeta de perdigones que tantas veces disparé contra cajas vacías, espadas que me hicieron imaginarme luchas increíbles, tuercas, tornillos y alambres que me convirtieron en inventor frustrado, cajas de juguetes con los que nos divertíamos durante horas, ese microscopio que despertaba mi furor por saber de las cosas, cajas de fotos que me enseñaron de dónde vengo, y miles de objetos con los que pasé horas y horas en ese pequeño sótano angosto de escaleras sinuosas. Ese mundo al que ahora él no puede bajar, el mundo que él construyó y que ahora se le escapa de sus posibilidades físicas. Como aquellos pájaros que mi abuelo y yo cazábamos, ahora él se encuentra enjaulado. Pero algún día, como aquellos pájaros atrapados, volverá a recobrar su libertad, y pasará a ser un recuerdo de mi juventud pasada, que yo también recordaré con nostalgia, mientras mi nieto me preguntará: "Y lo que nos queda por hacer, ¿no, iaio".



Trampas para pájaros

18 de julio de 2006


0 comentarios:

Publicar un comentario

.