19 octubre 2010

Historias de Medellín: "Nunca entenderán"

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Grupo de casas de la Comuna 13, en la ladera occidental de Medellín



Fabiola apoya su arrugado rostro sobre la barandilla de su balcón y lanza un largo suspiro. A unos metros, su sobrino de tres años, Juan Camilo, un niño sonriente de cabeza enorme, juega plácidamente con un pequeño tractor abollado por los golpes contra el suelo. Ella le mira, tuerce el gesto y vuelve a repetir la misma frase con la que había interrumpido la conversación. Él nunca llegará a entender. Nunca.


En la Quebrada de Juan Bobo el atardecer no cae, sino que literalmente se derrumba. Desde las alturas, ese barrio de la comuna 1, en la ladera nororiental de Medellín, aparece como un conglomerado desordenado y caótico de piezas amontonadas, con calles que serpentean por la escarpada ladera con el único criterio de no saber a dónde se dirigen, a veces subiendo, otras torciendo, en ocasiones escalando y en la mayoría de casos rodando escaleras abajo en la dignidad humana. Cualquier recién llegado podría considerar que ese lugar es, sin duda, el fin del mundo. Y sin embargo, Fabiola vuelve a repetir lo mismo, entre susurros. Nunca entenderá. Nunca entenderán.


Ella sabe que Juan Camilo, y cualquier recién llegado, no comprenderá nunca cómo era sentir el hedor de las aguas residuales flotando calle abajo, expulsadas por desagües que vertían la mierda, sin remordimientos, sobre aquellas grotescas casas y esas vidas apiladas sin esperanza. O cómo era vivir en una casa hecha de tablas, hojalata y, con mucha suerte, con alguna pared de ladrillo que apenas se sostenía. O cómo se acumulaban los muertos, cada vez más jóvenes, que semana tras semana aparecían en cualquier esquina, como si aquel fuera el único futuro seguro para muchos de aquellos chicos, en un territorio pudrido por el narcotráfico. Un rincón del mundo inmundo, feo y horrible. De esas palabras se tiñe el recuerdo de esta anciana colombiana.


Pero mientras el día apura sus últimas horas, las farolas recién estrenadas empiezan a iluminar las ahora pavimentadas calles y la treintena de recién construidos edificios de vivienda social que se elevan entre las aún humildes, pero reformadas, casitas de siempre, cuyas cloacas ahora surcan el subsuelo, lejos de la vista de los habitantes del barrio. Fuera, el calor primaveral de la noche antioqueña invita a muchos vecinos a salir a sus balcones a charlar, mientras un grupo de chavales aprovecha los rayos de sol moribundos para montar un improvisado partido de fútbol en plena calle, esquivando a los paseantes.


Porque Fabiola sabe que de su recuerdo a hoy solo han transcurrido seis años. Por eso ella habla de milagro de Dios. Por eso ella no deja de mirar el barrio desde el balcón de su nueva casa, ensimismada, casi incrédula. Por eso ella sabe que ni Juan Camilo, ni cualquier otro recién llegado, serán capaces de entenderlo, por mucho que ella insista y se esfuerce en explicarlo una y otra vez, y las veces que haga falta. Aunque en realidad, mientras apoya su barbilla en el borde de su terraza, parece que fuera ella la que intentara acabar de comprenderlo del todo.



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