"Pues propongo una idea. El sábado miramos hacia arriba, sacamos una foto al cielo
y la colgamos en el blog. Esté como esté, de día pero a la hora que queráis
-no seáis repollos, no saquéis sólo románticas puestas de sol que a mí
ya me tenéis enamorá- como si nos asomáramos todos por una
ventana de D.F, Rabat, Bogotá…para decidir si te pones rebequita
o no antes de salir.¿Os hace, hermosos? "
Así lo imaginó María, para que Carmen lo cocinara después. Y entre todos lo sacamos del horno. Fue una idea espontánea, surgida del intercambio de comentarios en uno de nuestros blogs. Esos blogs que cada uno moldea a su forma, según sus necesidades. Son historias distintas, imágenes totalmente diferentes, colores y miradas que no se parecen en nada. Pero en el fondo, no dejan de ser lo mismo: las palabras y las fotografías de unos iguales que se perdieron en sitios distintos. De aquellas chinchetas que se esparcieron en un tablero mapamundi.
Volvamos al inicio. Echar una mirada al cielo, así de simple fue la propuesta que surgió inesperadamente. El mismo día, un sábado, debíamos agarrar nuestras cámaras y, con más o menos destreza, hacer un click a ese cielo que nos cubre habitualmente. Un juego de niños, que es en el fondo lo que somos y lo que no debemos dejar de ser nunca. Al menos, como dice Nina, para que las cosas no dejen de sorprendernos cada día, sobre todo las peores.
Precisamente Nina, con esa mirada siempre tan fresca para las cosas. Sin tapujos, tal como son. No buscó nada artificial, no recreó el cielo más perfecto que uno podía imaginar en aquel rincón del mundo lleno de misticismo. Simplemente, captó el adiós de la claridad desde su balcón en Nueva Delhi. El Sol sacando la cabeza entre las azoteas. Ella amagada tras sus trapitos colgados en el tendedero. Ambos jugando al escondite, sin más. Solo eso, que ya es todo.
También desde su ventana en Bruselas sacó la cabeza María. Quería ella pintarnos ese gris cielo belga que acostumbra a acompañarla cada día, pero por sorpresa se encontró con la llegada de la primavera invernal, esa dualidad que tanto caracteriza a la autora en cuestión. Mirando esta foto, uno puede incluso escuchar las campanadas retumbando entre la fría piedra de los edificios, surfeando sobre esos desgastados tejados que tanto añora uno en esta orilla del mundo, demasiado nueva, demasiado ausente del peso de la historia. Esa carga tan buena para muchas cosas, tan devastadora para tantas otras. Echo de menos la Vieja Europa, sí, pero es que yo soy un romántico empedernido y, en el fondo, siempre me gustaron las maduritas interesantes.
Pero los cielos, envidiosos de nuestros jugueteos internacionales, acordaron gastarnos una broma e intercambiar sus cromos, y decidieron entre carcajadas que los claros ojos de Laura solo podían combinar con una tormentosa capota sobre las murallas de Rabat. Y ahí estaba ella con su as-smá dieli, sus banderas rojas y verdes, sus palmeras y su arcillosa muralla. Y sus primeras gotas brincándole sobre la cabeza. Y su negro cielo. Y su mirada limpia, que siempre parece escoger la palabra precisa, el adjetivo apropiado, el momento justo. Como éste.
¡Ah! y es que nuestros cielos no contaban con la habitual viveza de Manuela, que no se limitó a esperar en su sofá a que su bóveda maquinara un chiste pesado a su costa. Le gusta a Manuela mirar las cosas desde su propio ángulo, por singular que resulte, así que agarró su cámara y salió a cazar su cielo de México D.F. Y buscando y rebuscando, al final lo encontró agazapado entre el metal y los cristales, rojo y avergonzado de la guasa a la que había intentado someterla. Y Manuela se regodeó retratándolo junto a la Victoria Alada, porque al final, la genialidad siempre recibe su recompensa.
Tocados y hundidos. Sin tiempo a reaccionar, nuestros cielos quedaron a merced de nuestras chiquilladas postadolescentes. Y Belén, que descansaba en esos momentos en una reserva natural al sur de su Lima, agarró su paleta y plasmó el celeste que siempre había deseado que la despidiera antes de dormir. Un brochazo de azul en el centro. Una acuarela de rojo sobre su cabeza. Carboncillo para dos toques de negro difuminados. Y una larga pincelada de naranja sobre el horizonte. Miró su cuadro aún fresco, y solo tuvo tiempo de dibujarse a así misma esa sonrisa que siempre la acompaña, boceto del corazón que nunca abandona.
Y Carmen, siempre Carmen. Una persona tal que así, de aquellas que hacen grandes los pequeños detalles cotidianos, y no porque sean diminutos, sino porque los demás quizá no sabemos verlo. En una ciudad como Londres, en que los grises son la tónica dominante del día a día, Carmen se emperra a menudo en buscar sus azules en las pequeñas cosas que pasan desapercibidas, en esas historias que a todos nos ocurren y nos gustaría contar a los demás. Y ella demostró que el cielo le puede dar la bienvenida cada día con los brazos abiertos en cualquier lugar, simplemente mirando a su alrededor y sin necesidad de alzar la vista.
Tampoco podía faltar Víctor desde el París que le enamora, una ciudad que sin embargo ese día parecía estar enfurruñada con el mundo, tanto, que el cielo se cargó de malas pulgas y los edificios se apretaron para casi tapar esa Torre Eiffel que tanto protagonismo les roba. Pero Víctor es en el fondo un galán, y con dos palabras bonitas, consiguió que la ciudad le sonriera y dejara escapar algunos coquetos claros. Porque París, hasta en los días más nublados, no deja de ser la infinita Ciudad de las Luces.
Y allí los encontró, supuestamente, Eva. Es Beijing la capital de un país cuya gente parece siempre pausada en el tiempo, demasiado recatada y respetuosa, excesivamente silenciosa, como para no molestar. Como su cielo, en el que hasta las nubes aparecen a tientas, difuminadas, como intentando no romper esa quietud impuesta, solo rota por las ganas de volar de una cometa impertinente. Símbolo de esa China que lucha por desprenderse de unas manos que le tapan la boca desde su propio país.
Todo esto es lo que pienso al mirar vuestros cielos, incluso los de que aquellos que no aparecen aquí. Pero no me hagáis demasiado caso, porque en el fondo, no es más que otro de mis juegos sin importancia, y éstas puede que sean simples fotografías de cielos sin más. Seguramente no, pero eso ya es cosa de cada uno. De momento, yo me despido de vosotros, chinchetas, con aquel cielo mío, que sin haberme dado cuenta, ya es totalmente vuestro. O nuestro, esa palabra que tanto significa en tan poco espacio.
Cielos nuestros. Y vaya si suena bien.