08 diciembre 2010

Clic

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Nunca me acostumbraré a hacer las maletas. Esa sensación extraña que supone desmontar el escenario que uno construye a su alrededor, ese mundo que uno va creando con el paso de los meses para sentirse un poco más en su sitio. Toca doblar la ropa, desnudar las estanterías de libros, arrancar las fotos de las paredes del cuarto, tirar a la basura cosas que he guardado con tozudez a lo largo del año -a sabiendas que no se regresarían conmigo a final de esta aventura-, pero también encontrar aquellas que creía imprescindibles traer al inicio de este viaje -pero que curiosamente no han salido de la maleta, porque nunca las llegué a necesitar-.


Y peor todavía es cerrarlas. Después de un buen rato haciendo uso de mi fuerza bruta para unir las dos partes del equipaje, todo se soluciona con un simple clic. En efecto, así de cruel, así de descorazonador. Todo un año completo se resume en un jodido ruidito de cerradura. Clic. Y ya está, apaga y vámonos, que eso es todo amigos y sanseacabó.


Pero no. En realidad, ese clic tiene más sentido de lo que parece. Porque ese clic, ese sencillo clic, ese clic sin más pretensiones, ese clic que no se esconde bajo disfraces de ruidosos clocs, de pomposos clacs o de elegantes clucs, amaga en el fondo la sencillez de cuando todo encaja sin más, de cuando todo adquiere un sentido, de cuando las dos mitades del equipaje se unen. El desenlace éste y el comienzo aquel. La marcha y la llegada. El hoy y el muy anteayer, todo entrelazado en un solo clic.


Clic. Aquel avión despegando de Barcelona, con el horizonte matutino anaranjado por el sol y aguado por las lágrimas de la despedida. Clic. El recibimiento en Bogotá de Andrés con su cartelito de Efe en un aeropuerto caótico, que ahora no me lo parece tanto. Clic. Cuando en la primera noche explorando el barrio, a dos manzanas del hotel nos encontramos de repente con unos ventanales con el símbolo de la agencia, que tantos miedos, desafíos y sueños evocaba. Clic. Esos mismos miedos, desafíos y sueños que me ha tocado enfrentar cada día, con más o menos éxito dependiendo del caso. Clic. Bogotá la caótica, que ahora me parece la más plácida del mundo. Clic. Las noches con sabor a ron y aguardiente, a salsa y vallenato, a abrazos y sonrisas. Clic. Cata y Andrés. Clic. Los días de soledad, de demasiada soledad, en los que todo parecía más pesado, más lento y menos apasionante. Clic. Los viajes al Paraíso, esos en los que El Dorado deja de ser leyenda, en los que comes pescado en la orilla de la playa y saludas a la gente desconocida que se cruza contigo. Clic. Los partidos de fútbol de cada miércoles, la lluvia interminable durante meses y meses, mi primera casa independizado y el empezar a beber cerveza de forma habitual. Clic. Medellín, la que me enamoró. Clic. Echar de menos a mi familia, mis hermanos, mis amigos, mi perro, mi Barcelona y todas esas cosas a las que uno agrega el tan significativo posesivo "mi". Clic. Sentirme más catalán que nunca, más español que antes y más colombiano de lo que pensaba. Clic. Sentirme y aprender a ser periodista. Clic. Despedirme de lo que ha sido, sin duda, mucho más que mi nueva casa, mi nueva ciudad y mi nuevo país, y todas esas cosas de las que te sorprendes poniendo un posesivo delante, pues de repente ya las sientes tuyas para siempre. Y clic.


Ahora lo entiendo. Ese último ruido, el que cierra el círculo, es un sonido tranquilo, armónico. Siento tristeza por irme, pero al mismo tiempo estoy extrañamente tranquilo. Sé que he aprovechado la experiencia al máximo y que no puedo arrepentirme de nada, pese a que sé que todo está aún por hacer a esta orilla del mundo. Me voy, pero nunca acabaré de marcharme del todo. Porque, como diría Machado si hubiera sido becario de La Caixa, "Becarito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las mil Colombias ha de robarte el corazón". Cuál de ellas, es cosa tuya, becarioquemesustituye. Pero eso ya lo descubrirás por ti mismo, aunque puede que no lo hagas hasta el último minuto, cuando escuches, sin esperarlo, ese último, cruel, efímero y hermoso clic.



23 noviembre 2010

Un miércoles cualquiera

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Mi mundo se empezó a desmoronar un miércoles.


Era un día cualquiera, tranquilo, similar a cualquier otro. La mañana fue normal, sin más. Comí en casa, como muchas otras veces. Dormité durante media hora, una siesta corta, sin demasiados festejos. Merendé un habitual bocadillo de Nutella, no más cargado y denso que de costumbre. Nada parecía extraño. Pero no, porque todo iba a ser distinto a partir de aquel día. A partir de aquella llamada. A partir de aquel miércoles que solo parecía un miércoles cualquiera.


Uno acostumbra a creer que en la vida existen ciertas verdades intocables, dogmas irrefutables que nadie puede, y ni siquiera osa, cuestionar. Por ejemplo, que uno puede bañarse si no ha pasado un cuarto de hora desde que almorzó, sin que eso suponga un mortal corte de digestión. Algo también se puede evitar si, transcurrido ese tiempo, uno se remoja primero la nuca, después las muñecas y a continuación entra poco a poco al agua. También se acostumbra a decir que si uno aguanta la respiración y se queda totalmente inmóvil, esa maligna abeja asesina que está posada en tu brazo no te acribillará a picotazos (esa regla puede aplicarse a los Tyranosaurus Rex, algo que todos sabemos gracias a Jurassic Park, obviamente). O que los 30 son los nuevos 20, los 40 los nuevos 30, y la jubilación es la segunda juventud. O que si aparecen canas, significa que uno no se quedará calvo. Es definitiva, verdades universales que nos ayudan a vivir un poco más tranquilos, a no perder la esperanza, a dormir mucho mejor por las noches. Hasta que llegó aquel miércoles que parecía un miércoles cualquiera.


Fue una llamada, avisando del primer contagio. Al principio, no hubo más problemas. Sin embargo, mi mente empezó a atar cabos. A ver… uno, dos, tres, cuatro,… ¡mierda, mierda, mierda!. Una larga espera en urgencias, la primera desde que estoy en este país, confirmó los peores presagios. Estaba contaminado. Infectado. Corrompido. Apestado. Diez días de encierro en casa fue la sentencia impuesta por la doctora. Un cautiverio involuntario, separado del resto del mundo. Pero no es posible, dije yo, una y otra vez. ¡Soy inocente!. Pero las evidencias eran claras y contundentes, en forma de puntitos rojos. Tenía la varicela.


Sí, en efecto. Esa varicela que solo se puede agarrar una vez. Esa que, una vez la pasas, quedas supermegainmunizado de por vida, en ésta y en la siguiente. Esa varicela de la que es imposible que puedas volverte a contagiar. Una verdad como un puño. Un dogma incuestionable. Uno de esos en los que creía yo ciegamente hasta aquel miércoles que parecía un miércoles cualquiera.


19 noviembre 2010

Papá Dios

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Bebes otro trago y notas como el ardor se desliza por tus entrañas. 

El ron, ese sucio ron que corre por una sucia playa de una más sucia ciudad del caribe colombiano, dilata las pupilas de Miller y suelta su lengua, aquella que confiesa que una vez estuvo encerrada entre los barrotes de una cárcel por vete a saber qué razón. En realidad tampoco importa demasiado, pues todo parece un poco más liviano en comparación al aire nocturno que respiras, tosco, húmedo y cargado, convertido en plomo que se abre paso a marchas forzadas por tus fosas nasales. Incluso la arena es incómoda. Se engancha a tu piel como si fuera un parásito enquistado cuya vida depende de seguir unido a ti. 

Cuando consigues deshacerte de ella, un brillo llama tu atención, el resplandor de cientos de pedacitos dorados pegados a la palma de tu mano. Pero no es oro todo lo que reluce, no. Solo la pirita que nadie quiere, y que lucha por aferrarse al primero que pase por ahí, desesperada en su soledad. 

Y bebes de nuevo otro pesado sorbo.

A unos metros, una manada de perros corretea libremente por la orilla, al tiempo que Miller descarga su vejiga en dirección a las profundidades del Atlántico. Un cangrejo se agazapa en su agujero a toda prisa, huyendo de toda esa decadencia que solo el Caribe puede convertir en algo bello. Es un personaje curioso, este Miller. Guía turístico, es de esa clase de tipos de los que, en condiciones normales, seguramente te alejarías sin dudarlo. Pero no puede evitar enternecerte cuando te encañona con esa mirada inocente, casi como la de un crío que va descubriendo la vida a golpes y trompicones. Igual que cuando sonríe, de manera torpe y sin demasiados alardes. Como si fuera algo a lo que tampoco estuviera demasiado acostumbrado.

Miller habla. En realidad, habla mucho. Sobre Bolívar, sobre Santa Marta, sobre los indígenas que conoce, sobre los españoles buenos y malos que una vez pasaron por ahí, sobre alguna Historia cierta y sobre otra historia no tan cierta. También sobre cómo ha cambiado su vida y sobre su Papá Dios. Ese a quien atribuye el habernos encontrado, pues dice que somos personas de buen corazón. Ese que para él es medida de todas las cosas, regla general sin excepciones, explicación de todo lo que pueda ocurrir y solución a cualquier imprevisto que pueda surgir.

Insiste en que su Papá Dios nos acompaña, incluso cuando él no vaya a estar, y uno no puede evitar tomárselo a broma. Hasta que de repente, cuando una tormenta tropical se abalanza sobre nosotros para hacernos el camino imposible, unos supuestos amigos de Miller aparecen milagrosamente en lancha, salvadores ellos, para llevarnos a buen refugio y sin cobrarnos nada a cambio. O cuando un taxista intenta vaciarnos los bolsillos ante nuestra cara de occidentales despistados, pero de repente y de la nada, hace presencia una buseta, cuyo conductor nos advierte a tiempo del timo y nos transporta gratis. 

Y así una casualidad se sucede tras otra hasta que, en esta orgía de los azares, como si fuera la Capilla Sixtina de la fortuna, una familia de colombianos se apiada de nosotros, nos recoge en nuestro desesperado autostop bajo el sol, nos adopta durante un día, nos alimenta y refresca en una playa cristalina sin tener que pagar nada a cambio, y nos lleva casi literalmente hasta la puerta del hostal en sus enormes 4x4 de comodidad indescriptible. Es ahí, entonces, cuando uno recuerda las palabras de Miller acerca de su Papá Dios. Y se plantea si quizás… 

no, no, imposible… ¿Cómo iba a ser eso? -piensa uno incrédulo, entre risas.

Pero es al llegar al aeropuerto con el tiempo apurado cuando nos informan que hemos tenido suerte, pues nuestro vuelo sale con retraso y hemos evitado perderlo por poco.  Pura chiripa... o cosas de Papá Dios, quién sabe. Solo Miller lo sabe.

08 noviembre 2010

Un año

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23 de diciembre. Vuelo de Avianca. 13.50 horas. Aeropuerto Barcelona El Prat.


Punto final. O lo que sea que venga.






Post Scriptum: Este es el texto que había escrito en un inicio. Conciso y directo, sin rodeos, algo que raramente consigo en el blog. Estaba satisfecho, no quería más. Sin embargo, ha sido al buscar una fotografía que acompañara esas palabras, cuando me he encontrado de repente con el álbum de los primeros pasos en esta ciudad. No sé exactamente qué, pero algo ha crujido dentro de mí. Quizá fueron los recuerdos de aquellos primeros días en que cualquier cosa era sorprendente y hasta lo más horrible me parecía bello. Puede que fuera aquella sensación de pensar que todo estaba por delante, que un año era un infinito y un poco más allá. O tal vez fueran los sueños y los miedos de entonces. Esos -sueños y miedos- que se han ido cumpliendo, sin excepción, a lo largo de este año.


Un año. Se dice rápido. Tanto, que no me he dado ni cuenta.



*La fotografía es del primer día en Bogotá, buscando el Parque Simón Bolívar.

19 octubre 2010

Historias de Medellín: "Nunca entenderán"

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Grupo de casas de la Comuna 13, en la ladera occidental de Medellín



Fabiola apoya su arrugado rostro sobre la barandilla de su balcón y lanza un largo suspiro. A unos metros, su sobrino de tres años, Juan Camilo, un niño sonriente de cabeza enorme, juega plácidamente con un pequeño tractor abollado por los golpes contra el suelo. Ella le mira, tuerce el gesto y vuelve a repetir la misma frase con la que había interrumpido la conversación. Él nunca llegará a entender. Nunca.


En la Quebrada de Juan Bobo el atardecer no cae, sino que literalmente se derrumba. Desde las alturas, ese barrio de la comuna 1, en la ladera nororiental de Medellín, aparece como un conglomerado desordenado y caótico de piezas amontonadas, con calles que serpentean por la escarpada ladera con el único criterio de no saber a dónde se dirigen, a veces subiendo, otras torciendo, en ocasiones escalando y en la mayoría de casos rodando escaleras abajo en la dignidad humana. Cualquier recién llegado podría considerar que ese lugar es, sin duda, el fin del mundo. Y sin embargo, Fabiola vuelve a repetir lo mismo, entre susurros. Nunca entenderá. Nunca entenderán.


Ella sabe que Juan Camilo, y cualquier recién llegado, no comprenderá nunca cómo era sentir el hedor de las aguas residuales flotando calle abajo, expulsadas por desagües que vertían la mierda, sin remordimientos, sobre aquellas grotescas casas y esas vidas apiladas sin esperanza. O cómo era vivir en una casa hecha de tablas, hojalata y, con mucha suerte, con alguna pared de ladrillo que apenas se sostenía. O cómo se acumulaban los muertos, cada vez más jóvenes, que semana tras semana aparecían en cualquier esquina, como si aquel fuera el único futuro seguro para muchos de aquellos chicos, en un territorio pudrido por el narcotráfico. Un rincón del mundo inmundo, feo y horrible. De esas palabras se tiñe el recuerdo de esta anciana colombiana.


Pero mientras el día apura sus últimas horas, las farolas recién estrenadas empiezan a iluminar las ahora pavimentadas calles y la treintena de recién construidos edificios de vivienda social que se elevan entre las aún humildes, pero reformadas, casitas de siempre, cuyas cloacas ahora surcan el subsuelo, lejos de la vista de los habitantes del barrio. Fuera, el calor primaveral de la noche antioqueña invita a muchos vecinos a salir a sus balcones a charlar, mientras un grupo de chavales aprovecha los rayos de sol moribundos para montar un improvisado partido de fútbol en plena calle, esquivando a los paseantes.


Porque Fabiola sabe que de su recuerdo a hoy solo han transcurrido seis años. Por eso ella habla de milagro de Dios. Por eso ella no deja de mirar el barrio desde el balcón de su nueva casa, ensimismada, casi incrédula. Por eso ella sabe que ni Juan Camilo, ni cualquier otro recién llegado, serán capaces de entenderlo, por mucho que ella insista y se esfuerce en explicarlo una y otra vez, y las veces que haga falta. Aunque en realidad, mientras apoya su barbilla en el borde de su terraza, parece que fuera ella la que intentara acabar de comprenderlo del todo.



22 septiembre 2010

Ben

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Perquè avui és un d'aquells dies

en que qualsevol cançó de Ben Harper

és al mateix temps el remei i la malaltia,

potser de tot i probablement de res.


"Further along we just may

but for now it's just another lonely day"

canta repetidament una veu encongida,

tantes vegades que ja no sé on s'acaba


aquest dia solitari, tot just com qualsevol altre.




16 septiembre 2010

Becarios

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Strauss-Kahn alerta del peligro de que el alto paro juvenil cree una "generación perdida". (El País)


Pues eso.

29 agosto 2010

Este azul

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Estos días azules y este sol de la infancia.



El último verso que Antonio Machado escribió antes de morir. El que alguien encontró escrito en un papel arrugado en uno de los bolsillos del poeta. El que me vino a la cabeza cuando el avión despejaba rumbo a Bogotá, nuevamente. El azul acogedor de las paredes de mi habitación y el intenso azul del cielo de Barcelona. El adolescente azul del mar y el pecoso azul de su mirada. El de tantas y otras cosas que dejo atrás, mientras el avión se pierde en dirección a este desconocido sol de la madurez.

14 agosto 2010

Casa

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Es curioso que muchas veces uno nota que está en casa antes de llegar a ella, simplemente cuando empieza a aparecer en los detalles más insignificantes, como en las palabras. Uno se sorprende, por ejemplo, cuando en el avión de Bogotá a Madrid las azafatas te ofrecen un zumo y no un jugo. Incluso más aún cuando, al preguntar, descubres que los exóticos sabores a los que por obligación te has tenido que habituar, como el maracuyá, el lulo, el mango o el mandarino, han sido sustituidos por los clásicos españoles naranja o piña. Aburridos, sí, pero familiarmente aburridos. Sobre todo para la estabilidad de tu estómago.


Y es que el avión es en el fondo un limbo extraño donde se diluye y mezcla lo ajeno y lo propio. Los sonoros chaos latinoamericanos se entremezclan entre los rudos adioses castellanos y, más adelante, los suaves adéus catalanes. Por no hablar de la típica familia peninsular de carcajadas sonoras en conversaciones a tanto volumen que pueden escucharse de punta a punta del avión, o las películas dobladas, eso tan típicamente nuestro por mala suerte. Uno empieza, entonces, a captar esos pequeños detalles que casi pasan inadvertidos, pero que te advierten de la vuelta a casa. El lirismo de los acentos latinoamericanos da paso a la prosa de la voz castellana. Los niños son un poco más inaguantables, las familias hablan discutiendo y el inglés del piloto de Iberia es infinitamente más malo. Y es por ello que sabes que te acercas a casa.


Pero de repente escuchas, durante el vuelo de Madrid a Barcelona, que una mujer española comenta a su marido, con un tono algo despectivo, que el avión está "lleno de venezolanos", un más que curioso eufemismo para no utilizar el denostado sudacas. Y a raíz del comentario, te percatas del acento, en realidad colombiano, de la chica del asiento de atrás, o que dos filas adelante dos venezolanos hablan entre sí, algo en lo que no habías caído pese a que hacía tiempo que sus voces se escuchaban de fondo con perfecta claridad. Pese a llevar un buen rato en ese avión, no te habías percatado del acento sudamericano de unos o el tono oscuro de las pieles de otros, aspectos que han pasado a formar parte de lo que consideras familiar. Y es ahí cuando descubres que el término casa en realidad ya nunca será el mismo de antes, y que vuelves a tu casa en Barcelona, sí, pero dejas tu otra casa al otro lado del charco. La que ya forma, sin haberte dado cuenta, parte de tu vida.

13 agosto 2010

Trampas para pájaros


Hace cuatro años, el cáncer carcomía a mi abuelo. Ya hacía tiempo que esa enfermedad le había ido apagando la vida, quitándole poquito a poco lo que había sido. Una noche de verano, tras horas dando vueltas interminables en la cama e incapaz de poder conciliar el sueño, me senté a escribir, aunque hoy, cuatro años después, más bien diría que simplemente me puse a vomitar como un desesperado. Una purga de miedos, lamentos, tristezas, impotencias e iras contra el mundo. Expulsé todos esos sentimientos estancados que había guardado durante demasiado tiempo dentro de mis pensamientos, escondí este texto y, entonces, cerré los ojos y pude dormir. Aproximadamente diez días después, la vida de mi abuelo dijo basta. Solo entonces me decidí a dejar leer a otra persona aquello que había escrito únicamente para desahogarme en una noche de verano sin sueños. En su entierro, fue la lectura que le despidió.


Hoy, una persona muy especial para mí se enfrenta, indirectamente, a una situación parecida a la que pasé entonces. Quizás le sea útil este texto. Puede que no. No es un escrito optimista, y aunque lo pueda parecer en muchos momentos, tampoco es lo contrario. En todo caso, para ella son estas palabras, las que en aquel momento tan complicado de mi vida sentí y guardé, aunque no olvidé.





Hace unos días, mientras me encontraba rodeado de instantáneas de momentos inolvidables, de sonrisas eternas y de juventudes pasadas, me di cuenta que la vida pasa veloz.


Sentado en la cama de mis abuelos, observaba álbumes de fotografías, algunas más recientes, otras de un tiempo en que yo aún no era ni un atisbo de imaginación. Imágenes de personas jóvenes que ahora se consumen, de perspectivas y esperanzas, de recuerdos que en aquel momento eran ilusiones. Mientras miraba esas fotos, mis pensamientos circulaban curiosos alrededor de frases como "mira qué joven el iaio", "qué guapa era la iaia" o "¡Dios, mi padre con pelo largo!". Un pasado que ahora se detiene en mí, pero que continuará en mis hijos y sus hijos, que algún día mirarán imágenes de mi juventud presente, fotos que me hice ayer con mi novia, pero que dentro de unos años formaran parte de algo que fui, de algo que viví.


Bajo al comedor donde se encuentra mi abuelo, débil, consumiéndose por ese mal que recorre los rojos torrentes de vida, y que ahora le ha restado su fuerza para convertirle en alguien sin esperanza. Mi abuela está triste. Siempre ha sido una mujer fuerte, una gallega de Viveiro, Lugo, forjada en el trabajo y en la dedicación diaria, pero que ahora ve que la persona con la que siempre ha estado ha cambiado, y no voluntariamente. Le comprendo, pues yo también estoy triste. Miro a mi abuelo y no asimilo la realidad. Aún continúo viendo a ese hombre de setenta y pocos, vital, activo, amante de las maquetas, de su querido sufrimiento azulgrana, siempre con su diario Sport en la mano, siempre con su cuidado jardín, sus flores, sus plantas, sus conchas, su Barceloneta y su mar. Veo en él al trabajador del puerto que fue, al joven que un día se enamoró de una guapa gallega que servía en la casa en la que él trabajaba, al hermano que perdió a uno de sus iguales, al catalán que se siente eternamente orgulloso de su tierra y al fumador incansable de esos puros que parecían eternos e inagotables.


Me siento a su lado.


Él mira al vacío, pensando en nada, quizás en todo esto. Le acaricio la rodilla y él me sonríe. Mi mirada se pierde entonces en ese jardín floreado de verano, en esos pétalos de tono lila que tantas veces mis hermanos y yo hemos hecho caer mientras pateábamos un balón en finales a vida o muerte que hacían enfurecer a mi abuela por esos disparos ruidosos contra la puerta metálica, que ya no era puerta, sino portería de un estadio eufórico, bajo la sombra del limonero que hacía a su vez de portería contraria. Mientras observo esas plantas, aparece un recuerdo de niñez: las trampas para pájaros que mi abuelo me enseñó a hacer, y que cada día repetíamos para después soltar esos animales que cada día eran distintos, al mismo tiempo que saboreábamos el placer de haber cazado temporalmente a unos pajarillos insensatos que caían en nuestra pequeña trampa rudimentaria. Tras explicar ese recuerdo a mi abuelo, él respondió con un "sí... hemos hecho muchas cosas...", al mismo tiempo que bajaba la mirada. "Y las que nos quedan por hacer, ¿no?", le pregunté, mientras él asentía a modo de respuesta.


Ahora pienso en esas fotos. Algún día yo miraré mis propias fotos, mis propios recuerdos, esperanzas y felicidades retratadas, sinceras o fingidas. Y mi preocupación es si ese día, mientras observo lo que fui, sentiré si mi vida ha valido la pena, si la he aprovechado lo suficiente. La vida es fugaz, y cada momento que pasa es irrepetible. Nos pasamos los años preparándonos para el futuro, forjándonos para el mañana, sin pensar que quizás mañana miraremos atrás queriendo volver a recuperar esos segundos de nuevo. En el fondo son miedos. Miedo a crecer, temor a cambiar. Miedo a que mi vida quizás no sea lo que esperaba, a que las cosas no salgan bien. Miedo a que todo lo que he conocido desaparezca, sin saber que es lo que le sustituirá. Hasta ahora mis abuelos siempre han estado en mi vida, han sido algo normal, una pieza más del puzzle de mi cotidianidad. Pero ahora que una de las piezas se escapa, no logro entender cómo será el futuro, cómo será ese momento en que yo hable de mi abuelo como algo que fue, y no como alguien a quien mañana puedo llamar por teléfono. En qué momento se convertirá en fotografía y no en persona, en la que su voz será un recuerdo y no una realidad. Y no logro comprender cuando también serán recuerdo mis padres, o uno de mis hermanos con los que me habré convertido en adulto y crecido con ellos, o mi compañera a la que habré amado, o mis amigos con los que me habré ido arrugando, o yo mismo, el día que sienta que mi vida se escapa y que este mundo ha cambiado demasiado para un viejo que nació en el anticuado siglo XX.


No logro entender ese día ni ninguno, ya que es algo imposible de hacer. Ahora por primera vez he sentido algo parecido, pero ni siquiera en este momento soy capaz de asumir esta situación. Ni aún llorando todo lo que he llorado, sufrido lo que sufrido y he visto sufrir a mi padre. Ni creo que lo comprenda en el momento exacto en que pueda ocurrir el día en que mi abuelo pase a ser fotografía, imagen y recuerdo. Lo aceptaré como ahora lo acepto, como ahora miro a mi abuelo, con perfecta calva donde antes había un pelo que moría en las entradas de su frente, con esas piernas delgadas donde antes habían las rodillas de un viejo que fue futbolista y que aún disfrutaba disparando a esa puerta que es portería, a ese limonero con punto de penalti, mientras mi abuela nos gritaba y le gritaba a él también, pues el viejo era niño; con esa mirada vacía donde antes habían unos pequeños ojos profundos, dos puñaladas en la cara, que yo he heredado; con esas manos ahora débiles, que antes habían construido ciudades enteras en miniatura, pueblos encogidos y embarcaciones de maravilla que nunca llegaban a su pequeño mar; con ese cuerpo antes ligeramente barrigudo y hambriento de las buenas comidas de su esposa, que ahora solo pierde tamaño, mientras pierde el hambre y pierde el alma; con esa voz que antes discutía con mi padre de nimiedades de forma acalorada, y que ahora solo atisba a hablar sin fuerza, sin tono, como si cada palabra se erigiera en un esfuerzo enorme.


Antes mi abuelo bajaba cada día a su sótano, su cuartel general. Esa cueva dónde podías encontrar libros de épocas pasadas, maquetas que ocupaban estanterías y mesas enteras, esa escopeta de perdigones que tantas veces disparé contra cajas vacías, espadas que me hicieron imaginarme luchas increíbles, tuercas, tornillos y alambres que me convirtieron en inventor frustrado, cajas de juguetes con los que nos divertíamos durante horas, ese microscopio que despertaba mi furor por saber de las cosas, cajas de fotos que me enseñaron de dónde vengo, y miles de objetos con los que pasé horas y horas en ese pequeño sótano angosto de escaleras sinuosas. Ese mundo al que ahora él no puede bajar, el mundo que él construyó y que ahora se le escapa de sus posibilidades físicas. Como aquellos pájaros que mi abuelo y yo cazábamos, ahora él se encuentra enjaulado. Pero algún día, como aquellos pájaros atrapados, volverá a recobrar su libertad, y pasará a ser un recuerdo de mi juventud pasada, que yo también recordaré con nostalgia, mientras mi nieto me preguntará: "Y lo que nos queda por hacer, ¿no, iaio".



Trampas para pájaros

18 de julio de 2006


El sonido de los helicópteros

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Me despierta lo que creí que había sido un fuerte trueno, uno más de esos que se escuchan en estos meses de lluvias interminables en Bogotá. Recuerdo que pensé que había sido más sonoro de lo habitual, pero seguí durmiendo sin preocuparme. Al rato, suena el teléfono.


"- Àlex, ve corriendo a casa de Leo, ahí está Mauricio. Ha tomado unas primeras imágenes con su cámara, todo el mundo las está pidiendo en Madrid. Sal corriendo y ve hacia ahí ahora mismo!.

-Ok, ok.. en seguida voy hacia ahí… pero.. qué ha pasado?

-¿Cómo?¿No lo sabes??!!.

-Pues no… estaba durmiendo...

-Àlex, han puesto una bomba en nuestro edificio."


Al despejarme tras la súbita noticia, supe al momento que no era una broma, porque escuché helicópteros sobrevolando el barrio. Los helicópteros son siempre un mal presagio. En condiciones normales, su sonido no irrumpe en la ciudad. Solo el caos los atrae. Su vuelo sobre nuestras cabezas supone que algo se ha roto en nuestra normalidad. Igual que el sonido al pisar cristales en el suelo o las sirenas de policía. No es su sitio natural, ni la ciudad para los helicópteros ni nuestras suelas de zapato para los cristales.


Bajo mi calle corriendo y llego a la Séptima, una de las arterias principales de la ciudad, a esas horas habitualmente repleta de busetas, cláxones y gente medio dormida dirigiéndose a sus puestos de trabajo. Ayer el panorama era totalmente diferente. Ni un solo vehículo, gente marchándose del lugar o acercándose a curiosear. Bomberos y policías. Vallas acordonando la zona. Y helicópteros, con ese sonido perturbador.





El acceso al edificio de Caracol Radio, donde Agencia Efe también tiene la sede de su delegación en Colombia y de la Mesa central de América Latina, es imposible. La casa de uno de los fotógrafos de la agencia se convierte en una improvisada redacción. Cuando más tarde por fin nos dejan acceder al edificio, lo primero que hago es agarrar la cámara de vídeo y buscar la manera de llegar al lugar de la explosión. La redacción de Efe está intacta, pero no así el vestíbulo de acceso a la torre donde se ubica, lleno de cristales esparcidos por todas partes, o la entrada a la torre de Caracol, cuyo techo parece aguantar milagrosamente.


Tras varios minutos, consigo llegar a la zona cero, aunque más bien es una zona de guerra en toda regla. Agentes de la Fiscalía escarban entre las cenizas y las piedras, buscando restos del coche. Las oficinas de Bancolombia y el BBVA han literalmente desaparecido. Las paradas de autobús frente a las que estalló el coche-bomba son simplemente esqueletos de metal. No puedo evitar pensar qué hubiera ocurrido si el atentado hubiese pasado una hora más tarde, cuando esa zona empieza a ser un bullicio, y esa idea me incomoda, pues la palabra masacre es lo único que consigo articular, algo que por suerte solo está en mis pensamientos sobre qué podría haber sido. Alzo la vista a los edificios de enfrente, todos viviendas. Sin quererlo, la estampa me trae aquellos recuerdos de niñez de la guerra de Yugoslavia a través de las pantallas de televisión, con los edificios descompuestos, sin cristales en las ventanas, y gente triste mirando a través de ellas. Ayer todos los edificios de Bogotá parecían más viejos, más grises. Cuando vuelvo a bajar la vista, veo entre los agentes de la policía judicial algo en lo que no me había fijado hasta entonces: el agujero de la explosión. Un boquete en el centro financiero de la capital, en uno de los edificios más emblemáticos, en la voz de varios medios de comunicación, en el corazón de todos los bogotanos. Hacía cuatro años que no asistían tan cerca a una escena así.


Por eso, horas más tarde, decenas de ciudadanos se van agolpando paulatinamente en la plaza frente al edificio, convocados por Twitter y otras redes sociales, hasta que el lugar se llena de velas y pancartas en contra del terrorismo. Solo las luces de los vehículos de bomberos y policía que aún permanecen en la zona consigue iluminar más que esos pequeños cirios. Pero uno a uno, consiguen llenar simbólicamente ese agujero en mitad de la ciudad. Acallar las hélices de los helicópteros y apagar el color rojo de las luces de las sirenas de policía. E incluso también silenciar aquel trueno que pareció de una tormenta que nadie esperaba. Aunque hoy me despierte nuevamente con el sonido de los helicópteros, que siguen patrullando una ciudad que tardará tiempo en recuperar su normalidad.













10 agosto 2010

El partido del siglo



No es que un Bolivia-Colombia sea el partido del año, ni siquiera el del mes o el de la semana, y puede que ni tan solo el del día. Seguramente, os importará un comino que Jhon Viáfara sea la referencia de juego de los colombianos, o que los cuatro goles en cuatro partidos de Liga del ex delantero del Steaua de Bucarest Dayro Moreno le conviertan en el máximo peligro del equipo de Hernán "Bolillo" Gómez, entrenador de los "cafeteros", al que ni siquiera lleguéis a conocer. Obviamente os dará igual que el jovencísimo Alcides Peña debute en una selección boliviana con una dupla atacante inédita, dada la baja de su estrella Marcelo Martins, o que el entrenador de la "Verde" no haya convocado a ningún jugador del equipo líder del torneo boliviano, The Strongest, cuyo nombre ocasionaría incluso alguna broma que otra. Hasta podría apostar todos mis ahorros a que os resbala que el jovencísimo delantero Carlos Bacca tenga muchas posibilidades de jugar la Copa América con Colombia, como una de las estrellas emergentes de su país con el Júnior de Barranquilla, ganador del Apertura.


Y os entendería perfectamente, si no fuera porque yo estoy viviendo este partido como la final del Mundial. Y no porque haya dejado de lado a mi Barça y mi pasión por el fútbol andino se haya desatado, no se trata de eso ni mucho menos. La razón se encuentra cuando hace aproximadamente una semana, mientras yo escribía en Bogotá la previa del partido de mañana miércoles, tras asistir a la rueda de prensa del seleccionador colombiano, uno de mis mejores amigos, Victor Sancho, hacía lo mismo desde La Paz. Poco íbamos a imaginar hace un par de años que ambos estaríamos enfrentados por un simple y previsiblemente anodino amistoso de trámite entre Bolivia y Colombia. Pero creedme, esto se ha convertido en una cuestión de honor. Un enfrentamiento a vida o muerte, con el orgullo en juego, la honra, el pundonor, llamadle como queráis. Dará lo mismo lo que penséis, porque para nosotros será un todo o nada. Será, sencillamente, nuestro partido del siglo.



Ficha técnica. Alineaciones probables:

Bolivia: Daniel Vaca; Miguel Hoyos, Edemir Rodríguez, Luis Gutiérrez, Ignacio García; Jaime Robles, Wílder Zabala, Joselito Vaca, Álex da Rosa; Alcides Peña y Diego Cabrera. Seleccionador: Eduardo Villegas.

Colombia: Breiner Castillo; Carlos Valdés, Juan David Valencia, Alexis Henríquez, Iván Vélez; Jhon Viáfara, John Javier Restrepo, John Valencia, Dórlan Pabón; Carlos Bacca y Dayro Moreno. Seleccionador: Hernán Darío Gómez.

Árbitro: Gabriel Fabale (ARG).

Hora: 19.00 (23.00 GMT).

Estadio: Hernando Siles de La Paz, situado a 3.600 metros de altura y con capacidad para 40.000 personas.

04 agosto 2010

Cuatro de agosto

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Si hace años me hubieran dicho que la noche del 3 al 4 de agosto de 2010 la pasaría bajo dos mantas y un edredón, y enfundado en calcetines, pantalón de pijama largo y un par de camisetas de grosor suficiente como para aislarme de un ataque bioterrorista, seguramente habría dado a esa persona por una completa loca. Pero no, las evidencias son claras: pies fríos a todas horas; tortura glacial entre la post-ducha y el pre-secado con la toalla; tendencia a las sopas calientes para comer y cenar, y hasta para desayunar si pudiera, si no fuera porque los fideos con sandwich de Nutella no son aún una combinación recomendable; Kleenex y mocosidad permanente. Todo indica que, en efecto, aquella predicción habría sido acertada.


Vivo descolocado, lo reconozco. Y no solo porque mentalmente aún pienso según el calendario europeo, invertido al de este lado del mundo, sino porque la fecha de hoy es más que significativa. El 4 de agosto, desde que mi mente alcanza a reproducir recuerdos con la nitidez suficiente, era el día en que empezaba mis vacaciones en ese camping de Pals, en la Costa Brava catalana, que se convirtió en mi sucedáneo de lo que la mayoría de gente acostumbra a conocer como su "pueblo".


Desde los nueve años hasta los veintiséis (el verano anterior, vaya), he pasado cada octavo mes del año en ese rincón del mundo que parecía detenerse en el tiempo como una burbuja impenetrable. Cada agosto, los amigos de toda la vida nos volvíamos a encontrar. No importaba que fuéramos catalanes, vascos, madrileños, holandeses, alemanes, estadounidenses, franceses, hobbits o klingonitas. Nada de lo que hubiera pasado durante el año importaba, pues una vez ahí, todos volvíamos a ser aquellos niños de apenas diez años que correteábamos entre el bosque buscando un árbol que supuestamente hablaba, sin saber que habíamos accionado la alarma de seguridad del camping y movilizado, en consecuencia, a un ejército de guardas de seguridad, liderados por el mítico "Tuerti" (el nombre indica qué característica física le era destacable), que por un día conseguían tener un poco de acción en sus soporíferos días de vigilancia veraniega.


Y regresábamos cada año a la incipiente adolescencia, cuando entre mesas de ping-pong lanzábamos piropos a chicas de lenguas incomprensibles, cabelleras doradas y las pieles más bonitas jamás vistas, con el enfado consiguiente de sus excesivamente-desarrollados-para-su-edad novios de también lenguas incomprensibles, cabellos dorados y los brazos más musculados jamás vistos, y movilizando, en consecuencia, al mismo ejército de guardas de seguridad, liderados por el siempre omnipresente "Tuerti", que acudían pedaleando en destartaladas bicicletas a la zona de conflicto, mientras todos escapábamos corriendo en bandada y entre carcajadas.


Y nos sentíamos otra vez en la pubertad y en esos amores de verano que siempre son los más bellos jamás vividos, con te quieros que iban a ser para siempre pero que en setiembre acababan en el cajón de las fotografías, con despedidas cuyas lágrimas nunca se agotaban, y con escapadas nocturnas que fatalmente terminaban con madres holandesas buscando (junto a un ejército de guardas de seguridad liderados por el ya acostumbrado "Tuerti") a sus "inofensivas" hijas que se habían fugado clandestinamente a altas horas de la madrugada con algún españolito, hasta que la susodicha hija aparecía agarrada de la mano del españolito de turno y con el consiguiente drama en una lengua que no entendíamos pero que ya era el pan de cada verano.


Y llegaron los veintitantos, y los niños de diez años que buscaban el árbol que hablaba ya eran hombres y mujeres, y las chicas de lenguas incomprensibles, cabelleras doradas y las pieles más bellas jamás vistas se habían convertido en una de tus mejores amigas, igual que sus entonces excesivamente-desarrollados-para-su-edad novios, puede que ya no novios, que seguían acudiendo cada verano a ese rinconcito de la costa catalana para encontrarse contigo y, año tras año, volver a ver a ese ya viejo guarda de seguridad conocido como Tuerti, del que tanto habíamos escapado, pero que ahora nos trataba como a sus propios hijos a los que había visto crecer y nosotros a él como al padre que nos había permitido, en el fondo, todas las chiquilladas posibles.


Porque aunque esté escribiendo esto tapado con dos mantas y un edredón, enfundado en calcetines, pantalón de pijama largo y un par de camisetas de grosor suficiente como para rebotar si cayera al suelo, pese a todo esto, si ahora mismo cerrara los ojos en este cuatro de agosto, podría sentir perfectamente cómo la arena de la playa se cuela entre los dedos de mis pies, en noches interminables, bajo el cielo con más estrellas que nunca he visto en otro lugar.


Podría, incluso, oler la carne de las barbacoas junto a las caravanas, oír los cánticos a coro en duchas que se alargaban durante horas en los lavabos comunes o el sonido lejano de la música cuando cada tres días había discoteca en el camping y todos nos vestíamos de gala para la esperada ocasión (esperada, aunque nadie lo admitiera). Si cerrara los párpados aún con más fuerza, podría llegar a escuchar a mi padre abroncándonos a mis hermanos y a mí por llegar tarde a comer y el no hacéis nunca nada, ya podríais ayudar un poco que repetía cada día de cada verano de cada año y que, a su pesar, nos entraba por un oído y salía por el otro. O la hierba de la piscina en la que durante horas jugábamos a cartas y a fútbol, con las reprimendas del sufrido socorrista, que durante 15 años seguidos nos advirtió que nos acabaría echando, con el mismo inútil efecto que los avisos de mi padre.


Y así podría seguir toda la noche, rememorando las rutas por el río en balsa, los saltos entre las olas de la playa o los torneos de billar, apretando cada vez más y más los párpados para llegar lo más lejos posible en el disco duro de mi memoria. Por suerte no haría falta, pues esa burbuja impenetrable sigue estando ahí, como instantáneas guardadas en una caja de fotos que cada cierto tiempo abres y revives como si te hubieras teletransportado a aquel día. Algunos de los protagonistas de esta historia siguen acudiendo cada verano, otros fueron desertando por el devenir de los años. Pero a todos nos quedarán para siempre, de una manera u otra, esos recuerdos. Esos inolvidables veranos que empezaban cada cuatro de agosto.



02 agosto 2010

Invierno

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Quijote y Sancho (Madrid, diciembre de 2009)



Lo echaba de menos, la verdad. Ha sucedido hoy sin previo aviso, al salir de casa y cuando la tarde ya se fundía a negro, como pasaba en las películas de antes. De repente, de forma inesperada, un crujido de dolor muy familiar me ha recorrido el cuerpo de arriba a abajo. Hacía tiempo que no sentía ese abrazo punzante, ese estremecer rítmico de los huesos, esa tensión en cada músculo, ese erizar coral de todos los vellos habidos y por haber en cada centímetro de mi piel. Era él, ese compañero de toda la vida con el que este año había jugado al despiste. Era el invierno.


Lejos de producirme rechazo, ha sido como quien se encuentra con un viejo amigo al que tiene tantas cosas que contar. En lugar de resguardarme, me he sentado al aire libre en la terraza de una cafetería, dejándome abrigar por su presencia y, con un café y un libro, me he dispuesto a reencontrarme con las palabras perdidas que últimamente tanto he tardado en hallar y, seguramente, en decidirme a buscar. Aunque en realidad acostumbro a renegar de él, siempre me ha inspirado mucho más el melancólico, marchito y solitario invierno que el caluroso verano, ese quarterback sudoroso, juerguista y superficial sin más aspiraciones a largo plazo que ligarse a la rubia animadora del instituto. Y ahí me he quedado conversando con mi gélido visitante durante más de una hora, o quién sabe cuanto más, pasando páginas con unos dedos cada vez menos ágiles, y liberando en cada suspiro un vaho prisionero desde hace meses, al que casi podía oír llorar de alegría al volver a reunirse con su añorado invierno. O quizás en realidad no fuera real, y solo existiera en mis ansias de encontrarme de nuevo con él.

01 agosto 2010

El significado de las palabras

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Y me dio por pensar, algo que no está mal hacer de vez en cuando. Siempre me pasa igual cuando hago ese trayecto interminable, desde el valle en el que se agazapa Medellín hasta el aeropuerto de Rionegro. Encontrar un hueco para meditar en esos tres cuartos de hora que dura el viaje en taxi es más que fácil. Esta vez, acompañado de Maria Paula. Otras veces solo. No importa, siempre hallo unos segundos, unos minutos, lo que sea, para remover el desordenado trastero de mi cabeza, mientras serpenteo por la carretera que escala los cerros de esa ciudad.


Explicaba que me dio por pensar. Me vino a la cabeza el tiempo que ya ha pasado, y más aún en el poco que me (nos) queda. De repente, me di cuenta que en un mes dejaría de sumar, para empezar a descontar. Que cuando volviera de vacaciones ya solo quedarían tres meses y medio, poco más. Y una sensación extraña me ascendió por la garganta, como cuando a uno se le repite entre sábanas una cena demasiado copiosa.


Pues eso, que sin pensarlo, pensé. Y recordé cuando Victor Sancho era un solo aquel chico de último año de carrera, un curso más que yo, con el que improvisaba programas de radio cuando los dos nos quedábamos solos en el estudio después de clase. Y cómo se me entrecortaba la respiración cuando él me explicaba que debía escoger en qué país del extranjero hacer el segundo año de aquella beca que entonces yo desconocía. Él hablaba con familiaridad de El Cairo o La Paz, como si solo se trataran de estaciones de Metro donde bajarse. A mí, en cambio, todo eso me quedaba demasiado lejos, como un espejismo algo borroso, irreal. En realidad, yo le envidiaba en secreto, en silencio, de una forma casi cainita.


Miro por la ventanilla del taxi, pero sin enfocar nada en concreto del paisaje verde (aquí, como ocurre en el Polo Norte con los blancos, he aprendido a diferenciar entre tipos de verdes). Sí logro constatar de reojo que Medellín se empequeñece desde lo alto de los cerros, mientras en esta particular tanda de flashbacks de carretera, un Joan demasiado preguntón, una desconfiada Nina callada en una esquina de la mesa de reuniones y una Carola entonces exóticamente pelirroja se sientan enfrente mío. Alba, Alejandra y Victor a mi derecha. Y ante los siete, dos años de beca por delante. Dos años… una eternidad, vamos. Como cuando los niños piensan en qué profesión tendrán cuando sean adultos, pero sin saber exactamente qué significa esa palabra tan barroca.


Y es ahí a donde quería llegar, al significado de las palabras. En aquel entonces, hablar de dos años era un sinónimo de infinito, de un largo camino por delante. De lo que iba a ser. Ahora, pensar en esos dos años es hacerlo, sobre todo, en base a lo que sido, en lo que ya ha pasado. Me acuerdo en cómo dudaba sobre si escoger Colombia, por lo que significaba entonces. Casi dos años después, ya nada es lo mismo ni volverá a serlo. Ni Colombia, ni las calles de Bogotá, ni las noches de Medellín, lugares que ahora me resultan tan extrañamente familiares. Todo tiene un nuevo significado. Incluso Barcelona, y mucho más Madrid. Tampoco los sueños son los que eran. Muchos de ellos, tiempo atrás inconcebibles, se han cumplido. Otros tantos se han generado a partir de esos. Algunos se han aplazado y puede que otros se hayan esfumado sin saberlo. Las cosas han cambiado. El pasado, el presente y, especialmente, el futuro.


Amigos. Distancia. Sueños. Amor. Abrazo. Cielo. Hogar. Recuerdo. Camino. Futuro. Simples palabras, aunque al final todo reside en el significado que les concedamos. O eso pensé, vaya.

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