09 enero 2010

El cuarto de las ratas

"Aquí es, señor. Calle 67 con la Carrera 1", nos avisa el taxista mientras nos indica la tarifa a pagar. No sabemos si nos está cobrando de más por ser guiris, pero el precio resulta tan irrisorio que decidimos que dejarnos pseudotimar por un día tampoco hará mal a nadie. Bajamos del coche y miramos a nuestro alrededor. La parte alta de Rosales, barrio encantador entre los encantadores, resulta aún más encantadora si uno se encuentra justo bajo los verdosos Cerros, en la primera carrera, rodeado de casas de alto nivel adquisitivo que uno sospecha fuera del alcance de su sueldo becarial.


Tras superar el primer control de un guarda de seguridad probablemente demasiado aburrido, Hugo Rodríguez, empalagoso agente inmobiliario posiblemente demasiado engominado, nos acompaña a través de un pasillo sencillamente demasiado bonito, para enseñarnos ese apartamento amueblado en la parte más alta de Rosales, que nuestro cabellopastoso vendedor arrendaba por un millón quinientos mil pesos, unos seiscientos euros. Un chollo, vamos.


Os juro que nunca había visto pasar mi vida por delante de mis ojos hasta entrar en esa casa. Y digo casa por definirla de alguna manera. Un salón con un enorme sofá y dos sillones es flanqueado a mi lado izquierdo por una mesa de comedor de diseño, mientras que el enorme ventanal ilumina una sala contigua -"el estudio"-, que bien podría ser la envidia del mismo despacho Oval, con una gigantesca mesa presidencial recién barnizada. La habitación principal y la de invitados hacen el resto y acaban de noquearme, mientras los dos amplios baños me sueltan sendos derechazos en el costillar. "Seiscientos euros!!!", pienso, hasta que descubro que la cocina dispone de un subcuarto en el que podría caber la habitación de mi casa en Barcelona, y más aún cuando evidencio que ese subcuarto dispone de otro subsubcuarto para escobas y fregonas, en el que podría colocar la habitación de mi casa en Barcelona y las de mis hermanos, con ellos dentro y con todo su grupo de amigos al completo.


Me tambaleo de nuevo en busca de mi cerosocapilar arrendatario, en una especie de éxtasis onírico, que se rompe súbitamente cuando descubrimos que el millón quinientos mil pesos eran en realidad millón ochocientos mil (Zas!), en el que no se incluyen la administración (Pounch!) y al que debe sumarse agua, gas y teléfono (Dish!), además de dos avaladores con propiedad en Colombia (Plas!). Cada palabra se convierte en un golpe directo a la mandíbula, hasta que me dejo caer sobre la lona y bajo rodando por la calle al salir de esa Mansión, en busca de una carrera que sobrepase los dos dígitos, ladera abajo. Los Cerros son bonitos, sí, pero creo que por el momento, aprenderé a disfrutarlos de lejos. Dicen que mejoran desde la distancia. Será cuestión de conformarse. Aunque yo me contentaba con aquel subsubcuarto para fregonas y escobas. Un lugar para sentirse como en casa. Al menos por sus exageradas proporciones. Al menos para guardar mis fregonas. Al menos para sentirme el niño más afortunado del mundo por ser castigado en el cuarto de las ratas.

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