¿Qué es, Bogotá?, me pregunto constantemente. Miro a un lado, y veo que Bogotá quizá es la tranquilidad de Chapinero, mientras compro dos libros de Benedetti en un mercado junto a la plaza de la Iglesia de Lourdes, un lugar en que hasta los omnipresentes policías parecen haberse tomado una ronda de placidez por cortesía de la casa. Pero giro la vista y me dejo llevar por el desorden de la Avenida Jiménez, en la que los edificios se aguantan por gracia divina, y uno empieza a pensar que Dios abandonó hace mucho tiempo algunos lugares de esta ciudad. O es la carrera 63, en la que una densa marabunta de peatones serpentea entre comercios y restaurantes, mientras trato de esquivar coches, taxis y las miles de busetas que colorean las grises calles y carreras que cuadriculan una ciudad sin geometría. Y me dejo perder por Rosales, un Londres tropical en el que todo ruido parece haberse esfumado y el tiempo decidió detenerse por momentos, y donde la vida parece incluso más bonita. Y desemboco en la frenética Avenida Chile, cuyos acristalados edificios rasgan el cielo, mientras son sorteados por diminutos y acelerados ejecutivos, celulares en mano, que parecen no tener tiempo alguno para levantar la mirada de sus agendas electrónicas y observar los imponentes y frondosos Cerros que coronan una ciudad tres kilómetros más cerca del Sol, y en la que todo caos parece perfectamente ordenado.
Dios abandonó esta ciudad hace mucho tiempo. Seguramente, cuando en un momento de despiste volcó sin querer el frasco de los Contrastes y huyó corriendo, al ver el destrozo inconexo que había creado. Un destrozo en el que ahora chapoteo con mis infantiles botas de lluvia, y que temo que acabe gustándome demasiado, mientras Benedetti me da las buenas noches con una sonrisa de soslayo, por mi más que incipiente y precoz enamoramiento en una noche navideña de verano.
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