06 enero 2010

El frasco de los contrastes

Camino calle abajo, mientras un torrente de gentío me arrastra entre suelos que se agrietan a cada paso, paredes que supuran mugre, coches que escupen una densa humareda y un ensordecedor concierto de cláxones, reclamos de vendedores ambulantes y música salsera a todo trapo. Y sin embargo, esta ciudad no deja de parecerme bella, a su manera. Tres días llevo en esta megaurbe de ocho millones de habitantes, en la que caminas durante dos horas y apenas has salido de tu barrio, y aún no soy capaz -ni creo que lo seré- de poder encontrar una manera adecuada de definirla. No podría decir que es bonita, pues no se corresponde para nada a nuestros cánones occidentales de belleza urbanística. Aún así, es ese caótico cuadro que entremezcla los más bruscos trazos con las más lindas pinceladas lo que la hace apasionante.

¿Qué es, Bogotá?, me pregunto constantemente. Miro a un lado, y veo que Bogotá quizá es la tranquilidad de Chapinero, mientras compro dos libros de Benedetti en un mercado junto a la plaza de la Iglesia de Lourdes, un lugar en que hasta los omnipresentes policías parecen haberse tomado una ronda de placidez por cortesía de la casa. Pero giro la vista y me dejo llevar por el desorden de la Avenida Jiménez, en la que los edificios se aguantan por gracia divina, y uno empieza a pensar que Dios abandonó hace mucho tiempo algunos lugares de esta ciudad. O es la carrera 63, en la que una densa marabunta de peatones serpentea entre comercios y restaurantes, mientras trato de esquivar coches, taxis y las miles de busetas que colorean las grises calles y carreras que cuadriculan una ciudad sin geometría. Y me dejo perder por Rosales, un Londres tropical en el que todo ruido parece haberse esfumado y el tiempo decidió detenerse por momentos, y donde la vida parece incluso más bonita. Y desemboco en la frenética Avenida Chile, cuyos acristalados edificios rasgan el cielo, mientras son sorteados por diminutos y acelerados ejecutivos, celulares en mano, que parecen no tener tiempo alguno para levantar la mirada de sus agendas electrónicas y observar los imponentes y frondosos Cerros que coronan una ciudad tres kilómetros más cerca del Sol, y en la que todo caos parece perfectamente ordenado.


Dios abandonó esta ciudad hace mucho tiempo. Seguramente, cuando en un momento de despiste volcó sin querer el frasco de los Contrastes y huyó corriendo, al ver el destrozo inconexo que había creado. Un destrozo en el que ahora chapoteo con mis infantiles botas de lluvia, y que temo que acabe gustándome demasiado, mientras Benedetti me da las buenas noches con una sonrisa de soslayo, por mi más que incipiente y precoz enamoramiento en una noche navideña de verano.


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