07 mayo 2010

Grietas

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A través de los amplios ventanales del tercer piso de su estudio, el cielo bogotano aparece de un espeso gris melancólico, vomitando una lluvia que aporrea con desesperación los cristales. Un día de aquellos en que parece que todo fuera a suceder, tan dramático como si quisiera rendir homenaje a una de sus obras. La miro a ella y su pelo rizado parece ser el epicentro de todo este día barroco. También gris, más oscuro si cabe, frondoso y arremolinado, presagiando borrasca. Pero cuando Doris Salcedo empieza a hablar, su voz dibuja las formas de una tibia suavidad. No necesita gritar para decir.


"Creo mucho en el ser humano, soy optimista. Pero también creo que cada ser humano tiene una memoria de dolor, algo que le ha dolido, y esa memoria esta ahí. Yo presento la memoria de otros seres humanos, las víctimas, y lo que le pido al público es un minuto de silencio, un momento de contemplación silenciosa frente a una obra, para que esa memoria de dolor escrita en cada espectador se encuentre con la memoria de dolor de la víctima, que espero haber logrado en la obra, y generar así una memoria colectiva acerca de lo que está pasando"


Las víctimas como epicentro de sus creaciones. A esta escultora colombiana de 51 años, que hace dos días se convirtió en la primera mujer en ganar el Premio Velázquez de Artes Plásticas y es considerada una de las artistas más importantes del panorama internacional, hace demasiado tiempo que se le quebró el alma por el conflicto armado que vive su país. Fue el 6 de noviembre de 1985, cuando un comando de guerrilleros del ya desmovilizado M-19 tomó el Palacio de Justicia en Bogotá, asalto que acabó con la vida de 55 personas, once de ellas magistrados de la Corte Suprema. Salcedo, entonces estudiante, se encontraba a unas pocas manzanas del lugar, y presenció en vivo y directo aquel funesto suceso de la historia colombiana.


"Toda la vida he trabajado acerca de la fragilidad de la vida, de la vulnerabilidad del ser humano, del hecho que somos finitos. Es la muerte lo que me interesa, y esa finalidad tiene que estar en los materiales. Cuando un país construye un arco del triunfo, un obelisco, está contando una historia de triunfos. Nuestra historia es de derrotas, y lo que nos quedó fue la ruina. Nosotros tenemos ruinas, no arcos de triunfos"


Su sonrisa luminosa se funde a negro cuando habla de ello. "Cualquier límite de decencia y de humanidad que hubiésemos tenido, se acabó". Es por ello que sus obras hablan de la injusticia, de las víctimas, de los muertos en guerra y los muertos en vida. Y lo hacen desde la cruel sinceridad, sin medias tintas. Efímeras obras que producen en el espectador la sensación acongojante de enfrentarse a la incómoda realidad, incluso a través de objetos reales de las víctimas, como zapatos, muebles, ropa. Esculturas que inquietan, conmueven y obligan a mantener una mirada que hasta ahora nos habíamos acostumbrado a apartar sin remordimientos.


"Hay una realidad muy dolorosa, y doloroso es asumirlo. Creo que necesitamos construir esa memoria colectiva, pero a partir de las experiencias. La memoria de las víctimas es una memoria reprimida, y esa memoria reprimida tenemos que abrirla y hacerla publica a través del arte, para que esas experiencias de dolor salgan del espacio privado del dolor de cada víctima y pasen al espacio de lo publico, y ahí podrá haber verdad, restitución y reconciliación".


Abrir lo enterrado, como hizo en la más famosa y comentada de sus obras, una enorme grieta que partía en dos el suelo de la Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres, el epicentro de la Europa cultural. Una creación que hablaba de las injusticias, de la exclusión por parte de Occidente de ese Tercer Mundo al que ella pertenece. Un olvido que se atrevió a resquebrajar, pero que seguía manteniendo en el fondo un mensaje pesimista, pues las paredes de la grieta mostraban esa valla con la que siempre se topa el ciudadano del Tercer Mundo, la verja del miedo, la rabia y el desprecio.


"El arte siempre está ligado con la política, esté o no explícito en la obra, porque lo que hace el arte es abrir espacios y ampliarlos, para que la gente pueda ver, decir, existir, hacer, ser vista y vivir una vida plena".


Justo cuando la entrevista finaliza y el cielo de Bogotá parece haberse decidido a dejar de exhalar agua, Doris desciende por un viejo montacargas y se reúne nuevamente con algunos técnicos de su equipo. Insiste en que sin ellos nada sería posible, pues detrás de sus ideas se esconde el trabajo de casi cuarenta personas de todas las disciplinas técnicas imaginables y, sobre todo, esa experiencia de las víctimas de la que se nutren sus creaciones y a las que intenta dar resonancia. Y aunque sigue respondiendo algunas preguntas de última hora, sus ojos ya están diseccionando detalles de la próxima obra en la que trabaja, basada en las exhumaciones de víctimas del conflicto colombiano y ante la que solo puedo contener la respiración y la angustia. En realidad, me sorprende que entre esta barbarie en Colombia, la creatividad de tantos artistas y pensadores sea capaz de florecer de forma tan abundante. Ella alza la vista y me responde: El mejor espacio para el arte es la necesidad. Por eso hay tanto arte bueno en Colombia. En 51 años no tengo memoria de nada decente en la política de este país".




(La entrevista publicada, aquí)

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