"Muchas veces se me pregunta cómo llega uno a tocar como toca. La verdad es que no lo sé, es inútil plantearse eso. ¿Cómo siente uno lo que siente? Es como preguntarle a alguien que ama a una mujer por qué la ama. ¿Por sus ojos, su cuerpo, su manera de hablar? El amor no discrimina sobre aspectos puntuales".
Cuando las notas de su bandoneón empiezan a fluir por los rincones del vacío estudio de grabación, uno puede casi sentir como la melancolía del tango recorre los surcos de su desgastado rostro, como si en lugar de arrugas tuviera marcadas las líneas de un pentagrama en el que bailan las pasiones del ser humano. Podría decirse que Rodolfo Mederos toca un instrumento, pero no estaríamos siendo del todo justos con este compositor argentino, considerado uno de los mejores bandoneonistas de la historia. En realidad, él no interpreta ni compone canciones, sino que dialoga con la vida, con la sinceridad que solo se alcanza cuando el paso de los años únicamente queda superado por el acumular de las canas.
"Es una relación absolutamente visceral. El tango yo no sé si es música, ni me lo planteo. El tango es como vivir, son los olores, los sabores, la ira, el odio, el amor, las conquistas, las derrotas, el trabajo de todos los días, el perro echado ahí, los hijos jugando, los amigos, la mujer. El tango es como una manera de ser y, además, es música".
Mederos no se anda con rodeos. Dice las cosas como las siente, pues precisamente es esa relación con las grutas de su sensibilidad lo que le hace distinto. Discípulo de los más grandes del tango, Olimpo en el que también se ha ganado su hueco, este argentino de figura alta y desgarbada ama este género musical más que a nada en la vida. Pero no es un amor ciego, pues hace tiempo que observa cómo la que ha sido su eterna amante, a la que ha visto envejecer y con la que ha envejecido, se consume irremediablemente por el devenir de los nuevos tiempos. Esa banalización del tango, dice, ha "Mcdonalizado" un género que hace tiempo que perdió su brújula, su identidad y su esencia, hasta convertirse, lamentablemente, en una "lengua muerta" que muy pocos hablan, y muchos menos entienden.
"Me siento como un arqueólogo, buscando en ese pasado aquellos viejos esqueletos que están fosilizándose, de ese tango que yo creo que fue verdaderamente lo más auténtico que supimos hacer, y que fue atomizándose y quedó en una especie de recuerdo. Es duro y me entristece, pero mi vida la consumiré haciendo esto, intentado recuperar y traspasar a las generaciones posteriores lo que creo que es verdaderamente genuino de aquel pueblo en el que nací".
Mientras divaga con la mirada perdida en el vacío, pero con unos ojos que parecen haber encontrado la clarividencia en las cosas que nos rodean, Mederos no abandona ni un solo momento su bandoneón, que sostiene apoyado entre sus piernas, bien agarrado, como si supiera que esa es la única llave para llegar hasta su querido tango. En su juventud fue considerado un renovador, un rupturista, al principio incomprendido, después alabado por todos. Pero ahora lamenta que la pasión haya sido sustituida por las oficinas de marketing y la obsesión por las ventas, que la reflexión sea una herramienta en desuso y que lo moderno signifique pisotear todo lo pasado, para simplemente cargarlo de excentricidades que esterilizan lo que siempre fue auténtico.
"Lo que es genuino y artístico no debería transformarse por puro placer personal en objetos para llamar la atención. La música no tiene que llamar la atención. Eso es como cuando una mujer que en sí es bonita intenta ponerse joyas y pintura, y no por eso será más bonita. Creo que volver a recuperar esa piel que sigue siendo fresca, de aquellas melodías, sin la cosmética que la vanguardia a veces intenta imponer, en todo caso sería un acto vanguardista".
Lo que más me sorprende de Mederos tras casi una hora con de charla no es la aflicción que desprende al hacer sonar su acordeón, ni tampoco el que sea capaz de encontrar las palabras precisas en cada instante. No es eso. Lo que más me llama la atención es que Mederos pertenece a esa clase de personas que aún tocan a los que lo rodean, que no tienen miedo a sentirlos físicamente, a mirarlos a los ojos con sinceridad y a escucharlos. Y más aún que, con setenta años, aún tiene la esperanza de cambiar las cosas, de evitar que todo aquello por lo que ha vivido acabe muriendo con él. En definitiva, que su último tango no acabe siendo el más triste de todos.
"Yo estoy enamorado de esto, sufro con esto, soy muy feliz con esto, me angustia mucho esto, peleo con esto. Y creo que lo mejor que puedo dejar a mis hijos, lo dijo Miguel de Unamuno, pueden ser raíces y alas. El hijo tiene que sentirse de un lugar, sino terminará siendo un paria. Si tiene raíces, entonces podrá volar. Creo que la vanguardia es el pasado, no como refugio melancólico, sino como sustancia. Pero no para volverse atrás, al pasado, sino para tomarlo y proyectarlo, que es lo que creo que estoy haciendo. Lo que sí espero y anhelo, con cada cosa que hago, es que lo que salga de mí penetre a la persona a quien llegue y, en definitiva, después de oír estas músicas, ya no sea igual que antes, que en algún punto haya ayudado a la sensibilización o a la reflexión.
Si no he logrado eso, será un fracaso"
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